lunes, octubre 16, 2006

Justificación: ¿por la fe o por las obras?



Introducción

Una lectura rápida de las cartas de san Pablo y Santiago nos pone ante una aparente contradicción entre los dos apóstoles, pues mientras Pablo sostiene que la justificación (salvación) se obtiene por la fe y no por las obras, Santiago afirma que dicha justificación se obtiene por las obras y no por la fe solamente. Una lectura profunda muestra la evidencia de un hecho más complejo: es posible que en verdad las primeras comunidades cristianas hubiesen entrado en confusión ante esta contradicción, o más bien que los textos hubiesen entrado en contradicción ante la realidad de tales comunidades.

Lo cierto es que esta diferencia ha fundamentado bíblicamente la ruptura que se dio en el seno de la Iglesia en el siglo XVI, conocida como la Reforma. Los protestantes han tomado los textos de Gálatas y Romanos como carta fundacional de su teología y hermenéutica bíblica: sólo la fe salva, sostienen ellos. Los católicos, en cambio, considerando unos y otros textos, afirmamos que las obras son necesarias como explicitación de la fe para alcanzar la salvación.

Varios autores modernos se han ocupado del tema, apoyados en el desarrollo de la crítica histórica y literaria. Basados en ellos y en los propios textos bíblicos, vamos a hacer una aproximación al problema de la siguiente manera: en primer lugar, tomaremos las perícopas claves de los textos “opuestos” de Pablo y Santiago, con énfasis en los versículos que constituyen el epicentro de tales perícopas, y delimitaremos el problema; luego analizaremos el contexto en que fueron escritos los textos, los destinatarios y el propósito de los autores; después precisaremos el significado de los términos y ejes teológicos en cada uno de los autores; finalmente, expondremos nuestra conclusión, insinuada ya en esta introducción cuando hablamos de una “aparente” contradicción.

1. Planteamiento del problema

El “conflicto” entre los dos autores se refleja en el planteamiento de su teología en relación con la justificación/salvación del hombre (cabe aclarar que no vamos a distinguir aquí entre los términos justificación y salvación, puesto que ambos autores los utilizan casi como sinónimos, aunque con diferentes matices. Ese tema daría lugar a otro trabajo). Pablo sostiene que la justificación se obtiene por la fe y no por las obras; Santiago, en cambio, afirma que dicha justificación se obtiene por las obras y no por la fe solamente.

La doctrina paulina la encontramos expresada en primer lugar en Ga 2,15-21, donde el apóstol sintetiza su mensaje, cuyo epicentro es el siguiente:

“… conscientes de que el hombre no se justifica por las obras de la ley sino por la fe en Jesucristo, también nosotros hemos creído en Cristo Jesús a fin de conseguir la justificación por la fe en Cristo, y no por las obras de la ley, pues por las obras de la ley nadie será justificado.” (Ga 2,16)

La confirmación de esta doctrina la encontramos un poco más elaborada en Rm 3,21-31, expresada explícitamente de la siguiente forma:

“Porque pensamos que el hombre es justificado por la fe, independientemente de las obras de la ley.” (Rm 3,28)

Tanto en Gálatas como en Romanos, Pablo da un argumento bíblico del Antiguo Testamento que también va a entrar en contradicción con Santiago:

“Así, Abraham creyó en Dios y le fue reputado como justicia.” (Ga 3,6; Rm 4,3) (Cf. Gn 15,6)

En cuanto a la doctrina de Santiago, la perícopa central la encontramos en St 2,14-26, expresada fundamentalmente en los siguientes términos:

“¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: ‘Tengo fe’, si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe?” (2,14)

“Ya veis cómo el hombre es justificado por las obras y no por la fe solamente.” (2,24)

Santiago acude a la misma prueba bíblica veterotestamentaria de Pablo, pero con una interpretación diversa:

“Abraham nuestro padre ¿no alcanzó la justificación por las obras cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar?” (2,21)

Para delimitar correctamente el problema es preciso que comparemos los textos y extraigamos los términos esenciales.

En primer lugar, en Ga 2,16 Pablo afirma que: el hombre no se justifica por las obras de la ley sino por la fe en Jesucristo. En Rm 3,28 dice que: el hombre es justificado por la fe, independientemente de las obras de la ley. Encontramos los siguientes términos:

Ø No
Ø Justificado
Ø Obras de la ley
Ø Sino
Ø Independientemente
Ø Fe en Jesucristo

La negación (No… Sino) y la palabra ‘independientemente’ (o ‘sin contar con’) indican que Pablo excluye totalmente las obras de la ley como fuente de justificación para el hombre. Pablo utiliza la palabra ‘obras’ acompañada de ‘ley’, es decir, se refiere siempre a las obras de la ley, al cumplimiento de los preceptos de la ley judía (Cf. Ga 3,12 versus Lv 18,5). Además, no se refiere a cualquier fe, y mucho menos a la fe israelita, sino explícitamente a la ‘fe’ en ‘Jesucristo’.

En segundo lugar, en 2,24 Santiago afirma: el hombre es justificado por las obras y no por la fe solamente. Encontramos los términos:

Ø Justificado
Ø Obras
Ø No
Ø Fe
Ø Solamente

La palabra ‘obras’ aparece sola, no como en Pablo acompañada de la palabra ‘ley’, lo cual indica por el contexto (Cf. St 2,14-26) que Santiago no se refiere al cumplimiento de la ley judía, sino a las obras de caridad que se desprenden de la fe. La palabra ‘fe’ es utilizada sin referencia explícita a Jesucristo. Sabemos por 2,19 que el texto entiende ‘fe’ en el sentido general de creer que hay un solo Dios. Por último, la combinación ‘no…solamente’, refiriéndose a la fe, no es excluyente como en Pablo, sino que incluye a la fe tanto como a las obras.

2. Contexto, destinatarios y propósito de las cartas

Si iniciáramos el análisis a partir del contexto y destinatarios de la Carta a los Romanos nos resultaría difícil comprender el porqué del lenguaje y doctrina de Pablo, ya que no está completamente claro qué y a quién tenía en mente el apóstol cuando escribió esta epístola, aunque se sabe que la envió a los cristianos de Roma. En realidad, parece que Pablo no conocía realmente la situación de la comunidad romana, aparte de que no fundó la iglesia en la capital del Imperio y nunca había estado allá antes del año 58, fecha probable de composición del escrito.

Los expertos coinciden en que lo más seguro es que Pablo tiene en mente los problemas de otras comunidades, conocidas por él, tales como Corinto, Galacia y la misma Jerusalén. Lo que hace es una especie de compendio de su “evangelio”, basado en su experiencia misionera, para adoctrinar a los cristianos de Roma. Es de suponer que muchos de aquellos conversos procedían de la gentilidad y, por lo tanto, no conocían las tradiciones judías, razón por la cual podrían ser víctimas de los judaizantes, como había sucedido en Galacia. De ahí que el apóstol incluyera dentro de ese compendio el tema central de la justificación por la fe y no por el cumplimiento de la ley judía.

En cambio, si iniciamos el análisis a partir del contexto de la Carta a los Gálatas, resulta más fácil la comprensión de la teología paulina sobre el particular, puesto que sabemos que este escrito es anterior a Romanos (54 a 57) y en él Pablo intenta dar respuesta a la “crisis” que se vive en aquella comunidad, a la que han llegado falsos doctores, tratando de desvirtuar la doctrina enseñada por el apóstol e imponer a los cristianos venidos del paganismo la ley judía, incluida la circuncisión. Es lógico, entonces, pensar que Pablo cuando sienta su doctrina sobre la fe y las obras tiene presentes a los cristianos judaizantes, llegados probablemente de las comunidades judeocristianas de Palestina, quienes creen firmemente en la justicia retributiva del Antiguo Testamento (“… tuyo, Señor, el amor; que tú pagas al hombre conforme a sus obras” Sal 62,13). Pablo pretende mostrarles que la salvación no es retributiva, sino gratuita, que se obtiene por la fe, es decir, por la perfecta adhesión a Cristo, el Señor, sin importar las obras de la ley.

Por su parte, Santiago dirige su carta a las doce tribus de la dispersión (Cf. 1,1). Con este lenguaje típicamente judío y con el contenido general de la carta, no es difícil darse cuenta de que el autor se dirige a comunidades cristianas procedentes del judaísmo. ¿Cuáles? No sabemos si tenía en mente algunas en particular, pero probablemente se trata de las diversas comunidades dispersas por el mundo grecorromano. Lo importante aquí es que nos encontramos ante el escrito neotestamentario más impregnado de judaísmo. El autor parece ser un sabio judeocristiano que apela constantemente a la literatura sapiencial del Antiguo Testamento y sitúa sus enseñanzas morales en un marco apocalíptico. Y es en esta perspectiva moral que hay que situar la doctrina de Santiago: una fe que no se expresa en obras concretas de amor al prójimo es una fe estéril, está muerta, no salva. En definitiva, son las obras las que evidencian una fe auténtica, una religión verdadera (Cf. 1,27). No hay claridad sobre la fecha de composición de este escrito, toda vez que la misma depende del autor , tema sobre el cual no hay consenso; según los especialistas, parece que se trata de un caso de pseudonimia y habría que datar la carta alrededor del año 70; en todo caso es bastante probable que sea posterior a Gálatas y Romanos.

3. Ejes teológicos

Como se observa, hay una gran diferencia entre las comunidades a las que se dirigen Pablo y Santiago y, por lo tanto, en el propósito que persiguen los dos autores con sus respectivas cartas. Esto nos proporciona algunos elementos para entender el porqué de la aparente oposición entre los dos, pero todavía hay que estudiar los términos concretos y los ejes teológicos de los que se ocupan.

La ley

Decíamos en el planteamiento del problema que en Pablo la palabra ‘obras’ está acompañada de ‘ley’, es decir, que el apóstol se refiere a las ‘obras de la ley’. En la antigüedad la ley fue revelada al pueblo judío por medio de Moisés, pero esta ley es imperfecta, porque muestra lo que hay que hacer pero no da la gracia del Espíritu para cumplirlo. Su función es denunciar y manifestar el pecado, pero no quitarlo (Cf. Rm 7). El mismo San Pablo lo expresa claramente en el texto citado antes: “..., ya que nadie será justificado ante él por las obras de la ley, pues la ley no da sino el conocimiento del pecado” (Rm 3,20). Como se deduce de aquí, el apóstol se está refiriendo a aquellas obras que los judíos realizaban simplemente para cumplir la Ley de Moisés; pero deja ver cómo esta ley, una vez incumplida, no tiene en sí misma la posibilidad de borrar el pecado, sino tan solo de hacerlo visible.

Llega entonces la Nueva Ley, la ley evangélica, Cristo Jesús, que es la perfección de la ley divina, natural y revelada. “Concertaré con la casa del Señor una alianza nueva, pondré mis leyes en su mente, en sus corazones las grabaré” (Hb 8,8-10); o, en las palabras del propio Jesús: “No penséis que he venido a abolir la Ley, sino a dar cumplimiento” (Mt 5,17). La ley nueva es la gracia del Espíritu Santo dada a los fieles mediante la fe en Cristo Jesús. Por eso Pablo al referirse a la ‘fe’ es explícito en afirmar que se trata de la fe en ‘Jesucristo’.

Lo importante de la nueva ley es que da cumplimiento a las promesas divinas, ordenándolas al Reino de los Cielos, esto es, a la restauración del hombre en su condición original de criatura inmortal, pero respetando su libertad. De aquí parte la exhortación de Santiago:

“Porque si alguno se contenta con oír la palabra sin ponerla por obra, ése se parece al que contemplaba sus rasgos fisonómicos en un espejo: efectivamente se contempló, se dio media vuelta y al punto se olvidó de cómo era. En cambio, el que considera atentamente la Ley Perfecta de la Libertad y se mantiene firme, no como oyente olvidadizo, sino como cumplidor de ella, ése, practicándola será feliz” (St 1,24-25).

Y afirma luego: “Hablad y obrad tal como corresponde a los que han de ser juzgados por la ley de la libertad” (St 2,12). Como se deduce de aquí, el apóstol se está refiriendo a aquellas obras que nacen de la caridad, caridad que a su vez es fruto de la ‘fe’. Nos encontramos con un problema, porque Santiago no menciona explícitamente que se trata de la fe en Jesucristo. Sin embargo, por el pre-texto de esta perícopa es evidente que es a esa fe a la que se refiere. En efecto, en 2,1 dice: “Hermanos míos, no mezcléis con la acepción de personas la fe que tenéis en nuestro Señor Jesucristo glorificado”. Aquí está haciendo alusión a Dt 1,17, donde se utiliza la misma expresión referida al único Dios, objeto de la fe de Israel: “No hagáis en el juicio acepción de personas, …, pues la sentencia es de Dios”.

La Gracia

En la teología paulina es evidente que nuestra justificación es obra de la gracia de Dios. La gracia es el favor, el auxilio gratuito que Dios nos da para responder a su llamada: llegar a ser hijos de Dios, partícipes de la vida eterna. Ahora bien, la gracia es sobrenatural, escapa a nuestra experiencia y solo puede ser conocida por la fe (Cf. Rm 3,24-25). Por tanto, no podemos fundarnos en nuestras obras para deducir que estamos justificados y salvados. Sin embargo, afirma el Señor: “por sus frutos los conoceréis” (Mt 7,20). Luego las obras no son causa, sino signo visible de que la gracia santificante está obrando en nosotros. En este contexto se entienden mejor las palabras de Santiago: “Y al contrario, alguno podrá decir: “¿Tú tienes fe? Pues yo tengo obras. Muéstrame tu fe sin obras y yo te mostraré por las obras mi fe” (St 2,18).

La primera obra del Espíritu Santo es la conversión, que obra la justificación (Cf. Mt 4,17). La justificación entraña, por tanto, el perdón de los pecados, la santificación y la renovación del hombre interior. Una vez santificados, el Espíritu nos comunica las virtudes teologales de la fe, la esperanza y el amor; y es precisamente ese amor, obtenido por la fe, el que nos mueve a obrar, pero ya no por cumplir un precepto, sino por misericordia y en libertad.

Libertad y caridad

He aquí el entronque entre los dos apóstoles: la ley, la libertad y el amor.

“Porque siendo de Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión tienen eficacia, sino la fe que actúa por la caridad” (Ga 5,6). Este solo texto basta para probar que la fe a la que se refiere Pablo no es esa fe pasiva y puramente interior que defiende la teología protestante, sino una fe operante que implica compromiso eclesial. Pablo excluye las obras de la ley como fuente de justificación, pero incluye las obras de caridad que se derivan de la fe en Jesucristo. En esa misma línea van las palabras de Santiago: “¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: ‘Tengo fe’, si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: ‘Id en paz, calentaos y hartaos’, pero no le dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta” (St 2,14-17). También Santiago se refiere a una fe operante, activa, no a una fe muerta, estéril, a una fe que incluye las obras de caridad, o mejor, a unas obras de caridad que reflejan una auténtica fe.

Según la teología paulina la antigua ley es una ley de esclavitud que tuvo una función pedagógica para darnos el conocimiento del pecado, pero, al llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo para liberarnos del régimen de la ley y darnos la condición de hijos (Cf. Ga 4,3-6). Esto no significa que Pablo desprecie la ley judía – él mismo es judío –, sino que le da su justo valor; y ese valor consiste no simplemente en escucharla, sin en cumplirla, “... que no son justos delante de Dios los que oyen la ley, sino los que la cumplen: ésos serán justificados” (Rm 2,13). La justificación a la que se refiere en este pasaje no podemos equipararla con la salvación obtenida por Cristo, sino como ‘hacerse justo’ delante de Dios conforme al Antiguo Testamento. En esto encontramos una gran coincidencia entre los dos autores: lo que Pablo afirma con respecto a la ley de esclavitud (la del Antiguo Testamento), Santiago lo dice respecto de la nueva ley, la ley de libertad: “En cambio, el que considera atentamente la ley perfecta de la libertad y se mantiene firme, no como oyente olvidadizo sino como cumplidor de ella, ése, practicándola, será feliz” (St 1,25).

Finalmente, el amor es el centro gravitacional en el que confluyen los dos textos. Lo que afirma Santiago respecto de las obras apunta siempre hacia la caridad cristiana: “Si un hermano o una hermana están desnudos…” (2,15); “La religión pura e intachable ante Dios Padre es ésta: visitar huérfanos y viudas en su tribulación…” (1,27). Santiago le habla a unas comunidades que recibieron la fe, pero no llevan una moral conforme a la misma; recibieron el evangelio, pero siguen pegadas a las prescripciones de la antigua ley y a un cumplimiento puramente externo y ritual. Pablo no está lejos de esa misma intención cuando exhorta a los romanos a ofrecerse a Dios como sacrificio vivo y santo, y a renovar su mente para distinguir lo que agrada a Dios, lo bueno, lo perfecto (Cf. Rm 12,1-2); pero, sobre todo, cuando dice explícitamente que “… siendo de Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión tienen eficacia, sino la fe que actúa por la caridad” (Ga 5,6). Nos encontramos ante un Pablo que entra también en el terreno de la moral, y allí se encuentra necesariamente con Santiago. Habla de una fe viva, operante, eficaz (ejnergoumevnh); esta palabra se refiere a una fe que actúa con poder. Pablo le habla a una comunidad hostigada por los judaizantes, que pretenden imponer las prácticas judías (incluida la circuncisión) a los cristianos venidos del paganismo; su mensaje es claro: sólo la fe salva, pero una fe expresada en obras de caridad.

El argumento bíblico

A pesar de lo anterior, hay una cosa que todavía llama la atención: la abierta oposición que se descubre entre los dos apóstoles en cuanto al argumento bíblico que utilizan para apoyar su doctrina. Ambos acuden a la figura de Abraham. Para evitar equívocos partamos del texto veterotestamentario: “Y creyó en él (en Abraham) Yahvé, el cual se lo reputó por justicia” (Gn 15,6). Este verso forma parte de la perícopa Gn 15,1-21, en la que Yahvé le habla en visión a Abraham y le promete una gran descendencia. Nos encontramos ante un relato yahvista que está en la línea de la teología de la promesa, según la cual Dios es capaz de llevar a cabo a favor de su pueblo aquello que es humanamente irrealizable; el justo es aquel que somete su juicio a la voluntad de Dios y confía plenamente en la promesa. En eso consiste la fe.

Pablo acude a este pasaje para demostrar que lo que justificó al patriarca no fueron las obras de la Ley, es decir, el cumplimiento externo de los mandatos de Yahvé, sino la fe de Abraham en el cumplimiento de la promesa (Cf. Ga 3,6; Rm 4,3). Su argumento principal es que Abraham recibió la justificación antes de ser circunciso; recibió la señal de la circuncisión como un sello de la justicia que ya había alcanzado por la fe; luego no fueron las obras de la Ley las que le concedieron la justificación, sino la fe que poseía siendo incircunciso (Cf. Rm 4,9-11). El apóstol enseña que la plenitud de la promesa se encuentra en Jesucristo y alcanza a todo hombre que, una vez justificado por la fe, alcanza la gracia de la salvación (Cf. Rm 5,1-2).

Santiago acude al mismo texto, pero lo refuerza con Gn 22,9-10 para hacer énfasis en una obra concreta: el sacrificio de Isaac. Éste es probablemente un relato de tradición elohísta que pretende condenar la práctica ritual del sacrificio de niños (Cf. Lv 18,21) propia de los pueblos cananeos, la cual pudo haber sido acogida en el principio por los israelitas. La obra que resalta Santiago no es la práctica ritual en sí misma del sacrificio que hace Abraham de su propio hijo por mandato de Dios, sino el hecho de que Abraham acepta siempre la voluntad de Yahvé por la fe en la promesa. La verdadera fe es aquella que se prueba con obras. De hecho, abandonar el cuchillo en el momento definitivo del sacrificio significaba romper con un rito que formaba parte de la tradición, por la fe en la promesa. Para Santiago las obras no son sustitutas de la fe, sino cooperadoras suyas, las que le dan la perfección. Esta perfección no la concede la Ley por razón de su ineficacia e inutilidad, así como tampoco concede la perfección del sacerdocio, según vemos en Hb 7,18-19.

En suma, una vez más los dos autores se encuentran hablando en registros diferentes, pero complementarios, lo cual los lleva a hacer una lectura diferente del mismo texto bíblico para demostrar tesis aparentemente opuestas. Sin embargo, hay que admitir que en este caso concreto la contradicción no es fácil de rebatir y siempre queda un margen para la duda.

Conclusión

Teniendo en cuenta los elementos analizados, tenemos que decir que no hay tal contradicción ni diferencia esencial de criterios entre Pablo y Santiago. Sencillamente, los contextos, los autores, los propósitos y los destinatarios de las epístolas son diferentes, pero el contenido del mensaje en el fondo es el mismo: la justificación obra por la fe en Cristo, fe que, si es cierta, debe traducirse en obras de caridad. Pablo, en su lucha contra los judaizantes, relativiza las obras de la ley en orden a la salvación, pero nunca niega – más bien afirma – que la fe debe ser operante, que actúa por la caridad (Cf. Ga 5,6). Santiago, con propósitos específicamente morales, exhorta a las comunidades cristianas a vivir una fe perfecta, es decir, expresada en obras concretas de amor al prójimo. Las aparentes contradicciones aparecen en el lenguaje y la argumentación bíblica, producto del contexto, destinatarios y propósito de los escritos.

Es posible que las comunidades a las que se dirige Santiago hubieran conocido los escritos de Pablo y los hubieran malinterpretado, como los malinterpreta la hermenéutica protestante; por eso Santiago se ve en la necesidad de enfatizar la importancia de una fe operante. Lo verdaderamente relevante es tener claro que Santiago no establece en su discurso un diálogo con Pablo, sino con gente que quiere escudarse en los conceptos paulinos para evadir el compromiso de la fe.

Esta situación la podemos verificar aún hoy en medio de nuestras comunidades. Encontramos “contemplativos” de tiempo completo; no me refiero a monjas o monjes de clausura, pues la teología espiritual nos enseña que la oración es una forma eficaz de apostolado, sino a quienes se refugian en los conventos para evadir su responsabilidad con los más necesitados. Encontramos “activistas”, que se sumergen totalmente en el trabajo pastoral hasta el punto de perder contacto con Dios en la oración; se convierten en agentes sociales muy valiosos, pero no en testigos del evangelio. Encontramos también “legalistas”, que cumplen todos los preceptos canónicos y litúrgicos, pero están muy lejos de la caridad cristiana. En fin, todos corremos el riesgo de convertir la religión cristiana en una caricatura, si no bebemos tanto de Pablo como de Santiago la esencia del mensaje evangélico: Cristo vino no para abolir la Ley, sino para darle perfección (Cf. Mt 5,17).


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Bibliografía

Nueva Biblia de Jerusalén. Desclée de Brouwer, Bilbao, 1998.
BECQUET, Gilles y otros. La carta de Santiago. Lectura socio-lingüística. Cuadernos bíblicos No. 61. Verbo Divino, Estella, (1989)2.
FERNÁNDEZ RAMOS, Felipe. Diccionario de San Pablo. Monte Carmelo, Burgos, 1999.
GUIJARRO, Santiago y SALVADOR, Miguel (Editores). Comentario al Nuevo Testamento. La Casa de la Biblia. PPC, Madrid, (1995)6.
LEVORATTI, Armando (Director). Comentario Bíblico Latinoamericano. Nuevo Testamento. Verbo Divino, Estella, 2003.

martes, octubre 03, 2006

El compromiso político de los cristianos en Colombia


Introducción
La realidad colombiana actual, marcada por un acelerado proceso de secularización y laicización, pone a los cristianos, y particularmente a los católicos, ante una situación que, con mayor o menor intensidad, se vive en el resto de Latinoamérica y se ha experimentado en Europa desde hace varias décadas: el “arrinconamiento” de la fe y los principios cristianos al ámbito de lo privado. Desde que la Iglesia dejó de ser el poder dentro de las estructuras de gobierno, con el advenimiento del liberalismo en el siglo XIX y su consolidación a lo largo del siglo XX, su influencia en la esfera pública comenzó a debilitarse y, con ello, su capacidad de permear la sociedad con los valores del evangelio. Esta situación la hemos vivido en carne propia los colombianos a partir de la Constitución Política de 1991, la cual consagró la libertad de cultos y declaró al Estado como laico.

Desde entonces, la Iglesia Católica perdió muchas de sus prerrogativas y se hizo patente la separación de poderes entre la Iglesia y el Estado. Los efectos de este nuevo escenario los estamos empezando a sentir con fuerza en la actualidad, pues el país está entrando aprisa en la senda de la secularización, se están imponiendo los principios liberales de las sociedades modernas y se están aprobando leyes que atentan contra valores fundamentales de la persona humana, los cuales, aunque no son patrimonio exclusivo de la verdad revelada, pues muchos de ellos pertenecen a la razón natural, tenían en la Iglesia un dique capaz de contener el empuje de las libertades individuales al margen de Dios. En la página anterior aparece una breve selección de noticias recientes que reflejan el debate que se ha abierto sobre la conveniencia o no de que la Iglesia intervenga en el ejercicio de la política en orden al bien común de la población colombiana. Sabemos que éste es uno de los principios fundamentales de la doctrina social de la Iglesia.

Por eso he querido dedicar este trabajo a profundizar un poco sobre el papel que la Iglesia (particularmente la católica) y los cristianos en general pueden y deben desempeñar en el contexto actual, con el fin de continuar siendo fieles a la misión que Jesucristo nos encomendó, especialmente en lo relativo a la promoción de la justicia social, sin desconocer la autonomía de las instituciones temporales en un país democrático y constitucional. Para ello voy a tomar como base la Nota Doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, emanada de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el 24 de noviembre de 2002. Igualmente, como fuente remota tomaré la constitución pastoral Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II. Esto lo contrastaré con algunas opiniones del ámbito periodístico y la reflexión teológica de los últimos años, con miras a hacer mi propia síntesis, la cual expresaré en las conclusiones.

El liberalismo: base del proceso secularizador
Dar una definición de liberalismo no es sencillo puesto que se trata de un tema bastante complejo, pero en aras de la simplificación podemos afirmar que se trata de:

“Una ideología (o una corriente que agrupa ideologías distintas) basada en la primacía del individuo sobre el colectivo y, por tanto, en el obligatorio reconocimiento de las libertades individuales como inalienables. Esas libertades incluyen la de pensamiento, expresión y religión pero también las económicas, bajo la base de la libre disposición de la propiedad legítimamente adquirida”[1].

El liberalismo no es otra cosa que llevar a la práctica en el gobierno de las sociedades y el ejercicio de la vida pública los presupuestos de las corrientes filosóficas que se originaron en la época renacentista y se incubaron en el seno de la modernidad, tales como el humanismo, el racionalismo, el materialismo, el naturalismo y el positivismo. Estas doctrinas confluyeron ideológicamente en lo que se conoció como el Siglo de las Luces o la Ilustración en Europa, que en la práctica dieron lugar a los movimientos revolucionarios que cambiaron el orden mundial a partir de la Revolución Francesa en 1789.

Lo anterior se opone a las categorías filosóficas y teológicas que dirigieron el pensamiento de la humanidad durante la Edad Media. Ya no hay lugar para Dios, lo sobrenatural, lo espiritual, la fe. Se dio un giro copernicano que destronó a Dios y puso al hombre y su razón en el centro del devenir histórico. La Iglesia pasó a ser el “dinosaurio” que representa todo lo caduco, lo anticuado, lo retrógrado, una pieza de museo que guarda los recuerdos de un modelo antropológico en extinción. Esto lo afirmamos desde la perspectiva del nuevo hombre, el hombre emancipado de las ataduras de la fe, de los reatos de conciencia, de la autoridad eclesiástica, del pecado; el hombre gobernado por la razón y la materia; en una palabra, el hombre “libre”.

No es difícil darse cuenta del lugar que escogió o tuvo que escoger la Iglesia católica para hacer frente a la modernidad. Es evidente que los postulados liberales chocaban abiertamente con los principios y valores cristianos que la Iglesia había defendido por siglos, por lo menos en la manera en que la Iglesia los entendía y aplicaba. Lo mismo pensaban los liberales, embelesados con los vientos de renovación que se veían venir; “les parecía que república e Iglesia romana no cabían en el mismo lugar y que los principios republicanos, como se entendían entonces, se hallaban en contradicción con los principios católicos contrarios a interpretaciones totalizantes del concepto de libertad”[2].

La secularización hoy
La secularización es, en pocas palabras, el proceso de la salida de la religión del ámbito público. Se pretende “purificar” de toda manifestación religiosa la expresión del hombre en sociedad y, sobre todo, en los órganos de poder; quitar a Dios de en medio, porque la ética civil es una ética de mínimos, una ética de acuerdos de convivencia, mientras que la religión – particularmente el cristianismo – exige una moral de máximos, una moral de perfección; no se le puede exigir al conglomerado que viva según una moral máxima impuesta por un Dios en el que no todos creen, por lo menos no de la misma forma.

No se debe confundir la secularización con el secularismo. Éste último implica un rechazo total de lo sagrado, un desprecio extremo por la creencia religiosa; casi roza con el ateísmo; en cambio, la secularización se limita a desplazar lo religioso a la esfera de la intimidad. Es la reacción del pensamiento liberal contra la cosmovisión de la Edad Media, que quiso “angelizar” el mundo, despojándolo de su valor temporal y aspirando sólo a las cosas de arriba. Con ello se le quitó en gran medida el valor a la participación en política. Hay que recordar que se trataba entonces de regímenes totalitarios y monárquicos en los que la intervención popular era casi nula. La perspectiva católica cambió radicalmente con el concilio Vaticano II , el cual reconoció la autonomía del mundo:

“Muchos de nuestros contemporáneos parecen temer que, por una excesivamente estrecha vinculación entre la actividad humana y la religión, sufra trabas la autonomía del hombre, de la sociedad o de la ciencia… Si por autonomía de la realidad se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía”[3].

Este cambio de perspectiva se ve reflejado en la praxis política de los países, y Colombia no es la excepción. Anteriormente se pretendía que las constituciones de los estados reconocieran y protegieran la primacía de la religión católica; tal es el caso de la Constitución Política de Colombia de 1886, que reza en el artículo 38: “La Religión Católica, Apostólica, Romana, es la de la Nación; los Poderes públicos la protegerán y harán que sea respetada como esencial elemento del orden social. Se entiende que la Iglesia Católica no es ni será oficial, y conservará su independencia”. Con el advenimiento de la nueva constitución no se sacó a Dios de la Carta Magna, como afirman algunos sin suficiente fundamento, sino a la religión católica, pues se proclamó la libertad de cultos[4]. De hecho, el preámbulo de la Constitución de 1991 reza así: “El pueblo de Colombia, en ejercicio de su poder soberano, representado por sus delegatarios a la Asamblea Nacional Constituyente, invocando la protección de Dios, y con el fin de fortalecer la unidad de la Nación y asegurar a sus integrantes la vida, la convivencia, el trabajo, la justicia, …”

Consecuencias para la búsqueda del bien común

Es claro que la búsqueda del bien común, y de la justicia social en general, es responsabilidad de todos los miembros de la sociedad, pero también es cierto que el primer responsable es el Estado. La Iglesia no puede sustituirlo, pero tampoco puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia, sino que debe insertarse en ella a través de la argumentación racional para despertar las fuerzas espirituales, sin las cuales la justicia, que siempre exige también renuncias, no puede afirmarse ni prosperar[5]. Vemos cómo durante los últimos años la secularización en nuestro país ha conducido a un relativismo cultural, que se hace visible en el surgimiento de una especie de pluralismo ético, que se opone a la razón y la ley moral natural, como condición de posibilidad de la democracia. Como si la pluralidad fuera sinónimo de sincretismo o anarquía moral, y la democracia un dejar que cada uno haga lo que quiera y opine como quiera.

Esta situación se patentiza en cosas como las siguientes: los ciudadanos reivindican completa autonomía moral; los legisladores formulan leyes condescendientes con dicha autonomía moral, pensando que con ello están respetando la libertad de las personas; se impone el sofisma de la tolerancia; los católicos tienen que renunciar a contribuir a la vida política en función de su concepción de la persona y del bien. Según esto, en mis propias palabras, el católico debe ser un tonto que, en nombre de la caridad y la paz, deje que cada uno haga lo que quiera según le parezca. Eso está lejos de ser una moral cristiana auténtica.

Pero, ¿en qué consiste tal relativismo cultural y pluralismo ético? La Nota afirma que consiste en que: “todas las concepciones sobre el bien del hombre son igualmente verdaderas y tienen el mismo valor”[6]. Evidentemente esto va contra los principios de la razón natural y del orden moral que defiende la Iglesia, según los cuales la libertad política debe estar basada en la búsqueda del bien común en un contexto histórico, geográfico y cultural bien definido.

De ahí que la Iglesia tenga el derecho y el deber de denunciar los comportamientos sociales y las iniciativas legislativas que menoscaben estos principios en favor de intereses particulares o visiones subjetivas de las realidades temporales. El verdadero pluralismo no consiste, entonces, en la multiplicidad de alternativas morales individualistas, sino en el carácter contingente de ciertas opciones sociales, la pluralidad de estrategias para garantizar un mismo valor moral fundamental, la diferente interpretación de algunos principios básicos de la teoría política y la complejidad técnica de una buena parte de los problemas políticos[7].

También cabe mencionar que el tema de la participación de la Iglesia en política se desvió durante mucho tiempo, incluso hasta el Vaticano II, confundiéndolo con ideología partidista. En Colombia, por ejemplo, muy pronto se identificó a la Iglesia Católica con el partido conservador, en tanto que el partido liberal adquirió la condición de anticlerical. Así pues, se produjo un divorcio entre la religión y la política, y toda intervención del clero en asuntos de interés social, especialmente en épocas electorales, fue considerada como “indebida intervención del clero en política”[8]. Obviamente, esta situación respondió a una equivocada comprensión de la política, por una parte, y al clericalismo exagerado de la Iglesia, por otra. Cuando los curas intervienen en política se produce la sensación de que están fuera de su terreno; en cambio, cuando lo hacen los laicos se ve como algo normal. Pero unos y otros son católicos. Lo que sucede es que la gente identifica Iglesia con curas y monjas. De ahí que resulte de gran beneficio para la participación de la Iglesia en la vida pública el compromiso de los laicos.

Dimensiones de la participación política de los cristianos

Ahora bien, la participación de los cristianos en la vida pública de la nación tiene múltiples facetas que hasta ahora no han sido bien complementadas. Esta participación se puede dar a nivel de la Iglesia como institución; a nivel de la jerarquía eclesiástica dentro de las competencias de su jurisdicción; a nivel de las asociaciones de fieles laicos; y a nivel del ciudadano común y corriente. A nivel institucional, la intervención de la Iglesia en una sociedad secularizada debe partir de una nueva comprensión de la fe: “creer no es afirmar dogmas incomprensibles, sino descubrir en cada circunstancia cultural y momento histórico el sentido definitivo y trascendente del mundo, de la vida, de las personas y de sus relaciones”[9].

Para ir a un caso concreto, se ha abierto un debate en Colombia, por la presión que ha ejercido la Iglesia contra las disposiciones de la Corte Constitucional sobre despenalización del aborto en algunos casos. Algunos han afirmado que “el debate sobre la objeción de conciencia, encendido por la sentencia del aborto, demuestra que la separación de la Iglesia y el Estado todavía es una ficción”[10]. En ámbitos periodísticos se tiende a reducir el problema a una cuestión de salud pública y se le niega a la Iglesia el derecho que le corresponde de expresar sus opiniones y utilizar todos los medios legales a su alcance para defender los valores fundamentales de la persona humana. Pero también es cierto que la Iglesia a veces ha errado el camino: ya no es tiempo de maximalismos ni fundamentalismos; no es lanzando anatemas o excomuniones como los cristianos vamos a ejercer nuestra influencia sobre la sociedad. Bien lo expresa Manemann[11] cuando dice que los cristianos deben decidir si consideran que la tarea de la religión es ayudar a las personas para que funcionen mejor dentro del sistema actual, o someter a discusión aquello en lo que no están de acuerdo con este sistema y crear un ámbito para que emerjan las opiniones críticas y discrepantes.

En éste y en todos los demás casos de colisión entre la autoridad eclesiástica y las instituciones gubernamentales, debemos tener presente siempre que laicidad significa “autonomía de la esfera civil y política de la esfera religiosa y eclesiástica – nunca de la esfera moral”[12]. Esta distinción me parece fundamental para una adecuada comprensión de la laicidad. Con frecuencia solemos asociar moral con religión y llegamos a pensar que la erradicación de lo religioso (especialmente de la vida pública) implica la desaparición o desvalorización de los valores morales que la religión “impone”. No nos damos cuenta de que la moral es connatural al ser humano y forma parte de su razón natural, independientemente de la confesionalidad. La Iglesia sale al paso de este error y pone las cosas en su punto. La laicidad se caracteriza por la independencia de las potestades civil y eclesiástica en el gobierno de los pueblos, pero no se puede pretender, en nombre del laicismo, erradicar la moral, creyendo que con esto se erradica a Dios y se hace más libre al ser humano.

En cuanto a la participación en política de los cristianos laicos, bien sea como ciudadanos individualmente considerados, bien como miembros de asociaciones públicas o privadas, ellos tienen tanto o más derecho que la Iglesia como institución, pues son miembros del cuerpo social y están cobijados por los mismos derechos que el resto de los ciudadanos. El problema se presenta cuando ejercen cargos públicos, pues no tardarán en producirse choques entre sus principios de conciencia y sus responsabilidades de derecho. Esto lo advierte Durán Casas, citando a Weber, al decir que:

“… el político oscila siempre entre la ética de sus convicciones y la ética de sus responsabilidades, esto es, entre lo que crea él que debe hacer o dejar de hacer para obrar correctamente desde el punto de vista de sus convicciones morales, y lo que crea él que debe hacer u omitir para obrar correcta y responsablemente de cara a un proyecto político, a un electorado o a un país”[13].

Sin embargo, la participación política de los cristianos no se debe limitar al ejercicio de cargos de poder o de representatividad popular, como el ejecutivo o el legislativo. También se puede ejercer influencia, y con mayor libertad, desde la sociedad civil y la actividad cotidiana; en este sentido no parece haber mucha claridad entre nuestros fieles. Ante las vicisitudes de la historia moderna no es tan evidente la relación entre fe y política, pero si se entiende la política en su sentido amplio de búsqueda del bien común, el cristiano tiene un testimonio grande para dar, desde la espiritualidad del buen samaritano[14]: actitud solidaria ante los que caen en desgracia, aportes para la seguridad de otros en el camino de la vida, asistencia médica, educación de los desfavorecidos, denuncia de las injusticias. Todas éstas son tareas propias de la política, y quien trabaja en ellas está ayudando a otros seres humanos, mejorando su vida y sus posibilidades de humanización[15].

Ante estas formas de participación siempre hay quienes salen a decir en los medios de comunicación que la Iglesia, y los cristianos en general, deben limitarse a rezar y hacer su culto de manera privada, sin intentar impregnar las estructuras sociales con valores que no son comunes a toda la sociedad. Sobre esto ya está claro que los valores que predica la Iglesia no son exclusividad suya, sino patrimonio de toda la humanidad. En cuanto a su participación en política, Moltmann sostiene que si bien es cierto que hay teólogos carentes de conciencia política, en el fondo no hay teólogos apolíticos. “Las Iglesias y los teólogos que se declaran apolíticos, en realidad colaboran siempre con el poder establecido y, por lo general, entablan siempre alianzas conservadoras”[16]. Declararse apolíticos sería el peor camino para los cristianos, pues toda neutralidad se convierte en complicidad con aquellos que ostentan el poder. Cuando uno se abstiene de votar, por ejemplo, no hace otra cosa que aceptar pasivamente la elección de otros.

Conclusión

Ante los argumentos de una y otra parte, se pone de manifiesto una vez más un tema que ya en san Agustín ocupaba un lugar importante: no pueden existir dos historias paralelas: la historia profana y la historia sagrada; no existe oposición entre la ciudad terrena y la ciudad de Dios: las dos coexisten, se pueden distinguir, pero no se pueden separar; es necesario que caminen juntas hasta la plenitud de los tiempos, cuando serán finalmente separadas y recibirá cada una su destino[17]. Ésta es, a mi modo de ver, la clave de comprensión sobre la secularización y laicización: la perfecta distinción, sin intento de separación, entre las dos ciudades en el camino de la historia.

Hasta aquí hemos utilizado casi indistintamente los términos secularización y laicización. Sin embargo, vale la pena aclarar que aunque significan prácticamente lo mismo, el primero se utiliza en un sentido más amplio para referirse al ámbito de lo cultural, mientras el segundo se utiliza preferentemente para hacer referencia al gobierno de los pueblos.

En el plano de la cultura y el ejercicio de la actividad humana en general, una auténtica secularización consiste en distinguir el nivel intramundano del nivel trascendente de la persona humana, que sigue siendo una, aunque con dos dimensiones. En el plano del gobierno de los pueblos y el ejercicio de la política, una auténtica laicización consiste en distinguir el poder civil del religioso en la búsqueda del bien común, sin sacrificar en ningún momento los valores morales connaturales a la persona humana.

Creo que en este sentido están puestas las palabras de los apóstoles Pedro y Pablo[18] cuando invitan a sus comunidades a someterse a las autoridades legítimamente constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios. El mismo Señor Jesús puso los fundamentos para una sociedad en la que el amor a Dios y la obediencia a sus mandatos no fuera incompatible con la debida obediencia y colaboración con las autoridades civiles: “A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César”[19].

Al final de cuentas, en una sociedad democrática, pluralista y secularizada, los cristianos no debemos tener miedo de intervenir en política por todos los medios legítimos; pero ello debe partir de una clara y bien formada conciencia política, libre de mitologías y purificada de una religiosidad popular exacerbada por la nostalgia del antiguo régimen de cristiandad. En esto, nuestros pastores tienen un papel muy importante que cumplir: no es ya con procesiones del Divino Niño (sin negar la importancia de este tipo de manifestaciones para alimentar la piedad de los creyentes), ni con excomuniones públicas, ni con propuestas de referendo que vamos a convencer a los órganos del Estado de la necesidad de abolir el aborto, por ejemplo, sino con la formación de las conciencias de nuestros fieles (muchos de ellos en cargos de poder) y con propuestas audaces en los ámbitos de la academia, las organizaciones no gubernamentales, las asociaciones de fieles, las instancias legislativas, etc., pues como dice Gauchet, el cristianismo no debe ser víctima, sino promotor del “desencantamiento del mundo”, entendiendo “desencantamiento”, como lo entiende Weber, en el sentido de “eliminación de la magia como técnica de salvación”[20].

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[1] Http://es.wikipedia.org/wiki/Liberalismo. Consultado el 22 de septiembre de 2006.
[2] CÁRDENAS, Eduardo. América Latina: La Iglesia en el siglo liberal. CEJA, Bogotá, 1996, p. 38.
[3] Gaudium et Spes, 36.
[4] Cf. Constitución Política de Colombia, artículo 19.
[5] Cf. Deus Caritas Est, 28.
[6] CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE. Nota Doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, 3.
[7] Cf. Ibid, 4.
[8] Cf. CÁRDENAS, Op. Cit., p. 45.
[9] PLACER UGARTE, Félix. Secularización e Iglesia. En: 10 Palabras clave sobre secularización. Verbo Divino, Estella, 2002, p. 187.
[10] ECHEVERRY, Adriana. Un asunto del alma. En: Semana, No. 1271, septiembre 11 a 18 de 2006, p.72.
[11] Cf. MANEMANN, Jüergen. La permanencia de lo teológico-político. Oportunidades y peligros para el cristianismo en la actual crisis de la democracia. En: Concilium, No. 311. Verbo Divino, Estella, junio 2005, p. 54.
[12] Gaudium et Spes, 76.
[13] DURÁN CASAS, Vicente. Ética de la participación y acción política. En: Theologica Xaveriana, No. 119. PUJ, Bogotá, julio-septiembre de 1996, p.279.
[14] Cf. Lc 10,6.
[15] Cf. MARDONES, José María. Recuperar la justicia. Religión y política en una sociedad laica. Verbo Divino, Estella, 2005, p. 67.
[16] MOLTMANN, Jürgen. La justicia crea futuro. Política de paz y ética de la creación en un mundo amenazado. Sal Terrae, Santander, 1992, p. 45.
[17] Cf. AGUSTÍN, San. Ciudad de Dios 18,54,10. Tomo XVIII. BAC, Madrid (1978)3, p. 540.

[18] Cf. Rm 13,1-7; 1Pe 2,13-17.
[19] Cf. Mt 22,21.
[20] Cf. GAUCHET, Marcel. El desencantamiento del mundo. Una historia política de la religión. Trotta, Granada, 2005, p. 9.

miércoles, septiembre 27, 2006

Breve Curso de Biblia - Lección 6


INTERPRETACIÓN DE LA BIBLIA

1. Divina Revelación

La Divina Revelación es el conjunto de la Sagrada Escritura, más la Sagrada Tradición. La Sagrada Escritura es la misma Biblia, cuya definición se estudió en la Lección 1. La Sagrada Tradición es la parte de la Revelación, especialmente de la enseñanza de Jesús y las primeras comunidades cristianas, que no fue puesta por escrito dentro de los libros del Canon, sino que se transmitió oralmente de generación en generación y fue recogida por los santos padres de la Iglesia, como san Agustín en sus obras. He aquí una gran diferencia con los protestantes, quienes no reconocen como Divina Revelación sino la Escritura, pero desconocen la Tradición.

2. Principio de relación Inter-testamentaria

Este principio, fundamental dentro de la interpretación bíblica, consiste en que los dos Testamentos de la Biblia forman una sola unidad con sentido completo. El Nuevo Testamento está latente (en germen) en el Antiguo, y el Antiguo está patente (realizado) en el Nuevo. Dejar de lado uno de los dos conduce a una desviación de la doctrina católica. Una expresión concreta de este principio es la tipología: los personajes, situaciones y lugares del AT son tipo, prefiguración o modelo del NT. Por ejemplo, Moisés es tipo de Jesús.

3. Principio de Revelación abierta y cerrada

La Revelación, que es la manifestación de la voluntad de Dios de que todos los hombres se salven, alcanzó su plenitud en Jesucristo. Por lo tanto, en él y en la Biblia, que se refiere a él, quedó cerrada la Revelación: nada nuevo dirá el Señor para el mundo. Por otro lado, se puede decir que la Revelación está abierta en cuanto que Dios sigue hablando a la humanidad a través de la Escritura en la medida en que es interpretada a la luz de cada cultura y de cada tiempo; además, Dios sigue hablando a través de su creación y de la historia.

4. Magisterio de la Iglesia

Es la enseñanza de la Iglesia sobre la verdad de Jesucristo; nos instruye en asuntos de fe y moral y nos ayuda a interpretar la Sagrada Escritura. Se encuentra a cargo exclusivamente del Papa y de los obispos, en comunión con él. La encontramos por escrito en los documentos de los concilios ecuménicos (Vaticano II), en los documentos del Papa (Ecclesia De Eucaristía) y en los documentos de las conferencias latinoamericanas de obispos (Santo Domingo). Es infalible, por guiarla el Espíritu Santo.

5. Hermenéutica católica vs. Hermenéutica protestante

Hermenéutica significa interpretación y consiste en extraer de la Sagrada Escritura el mensaje que Dios nos transmite, adaptado a los tiempos y las culturas. Existen diferencias importantes entre la manera como hace esta interpretación la Iglesia Católica y como la hacen las iglesias separadas o protestantes. Veamos:

Hermenéutica protestante

Ø La sóla fe
Ø Solo Cristo
Ø La sola gracia
Ø La sola Escritura
Ø Libre interpretación
Ø Libre examen

Hermenéutica católica
Ø Fe y obras
Ø Cristo y la Iglesia
Ø Gracia y libertad humana
Ø Escriturar y Tradición
Ø Interpretación y dogma
Ø Libertad y disciplina

6. Exégesis de una perícopa

La exégesis es una ciencia auxiliar de la teología, que se encarga de interpretar el sentido exacto de la Escritura. Una perícopa es un fragmento de la Biblia con sentido teológico completo. Se puede utilizar el siguiente esquema:

1) Lectura
a) Lectura general
b) Observación de todos los detalles posibles
2) Dialogar con el texto
a) Quién habla (autor)
b) Qué habla (contenido)
c) A quién habla (destinatario)
d) Dónde habla (lugar)
e) Cómo habla (medio ambiente)
f) Cuándo habla (tiempo)
g) Qué pretende (finalidad)
3) Proceso hermenéutico – nivel histórico
a) Contexto histórico
b) Contexto social
c) Contexto geográfico
d) Datos sobre el autor
e) Destinatarios
4) Proceso hermenéutico – nivel literario
a) Contexto literario
b) Contexto posterior
c) Contexto anterior
d) Textos referentes (al margen o pie de página)
e) Comparación de traducciones
f) Género del texto
5) Proceso hermenéutico – nivel teológico
a) Tipo de texto (cristológico, sacramental, etc.)
6) Proceso hermenéutico – nivel actualizante
a) Personal
b) ComunitarioHoy

domingo, agosto 27, 2006

¡O Liberalismo ó Catolicismo! - San Ezequiel Moreno



 

Con este sencillo trabajo deseo dar a conocer, en el marco del Centenario de su muerte, el contexto y contenido doctrinal de una de las principales obras de san Ezequiel Moreno contra el liberalismo de su época: "¡O Liberalismo ó Catolicismo!.

1. SITUACIÓN HISTÓRICA

1.1 Fecha, lugar y destinatarios
Ø 29 de octubre de 1897
Ø Pasto, Colombia
Ø “A mis amados diocesanos” à Clero y fieles de la Diócesis de Pasto

1.2 Contexto próximo

A principios de 1897 el educador, político y publicista Carlos Martínez Silva publicó un artículo sobre la conciliación entre conservadores y liberales, titulado “Un puente sobre el abismo”, en el periódico Repertorio Colombiano de Bogotá. En él exponía el argumento de que los liberales tenían derecho de participar en el gobierno, el cual era de hegemonía conservadora, pues sólo de esa manera se podía garantizar la convivencia pacífica, tras varios años de violencia revolucionaria encarnada en la Guerra de los Mil Días[1].

La carta dirigida por el sacerdote antioqueño Baltasar Vélez al autor del artículo, en la cual hacía eco y aplaudía los postulados allí expuestos, fue divulgada por los liberales por todo el país, incluida la diócesis de Pasto; esto obligó al obispo Moreno a tomar cartas en el asunto, toda vez que esta doctrina se oponía abiertamente a sus convicciones religiosas y políticas, que en gran medida eran las de todo el clero de la época en España y Latinoamérica. No olvidemos que Ezequiel era un típico representante del ultramontanismo católico del siglo XIX. Fue educado en los claustros agustinianos, donde se simpatizaba abiertamente con el carlismo. Se nutrió con las grandes encíclicas de Pío IX (especialmente la que contenía el Syllabus) y León XIII, las cuales todavía respiraban los aires del régimen de cristiandad. Ello, unido al anticlericalismo del liberalismo colombo-ecuatoriano y a su temple polemista, lo llevaron a escribir este opúsculo[2].

2. CONTENIDO DOCTRINAL
Esta pequeña obra está organizada de tal manera que responde sistemáticamente, punto por punto, al estilo de Ezequiel, a cada uno de los “errores” que contiene la exposición del sacerdote Baltasar Vélez. Contiene una introducción, 14 capitulitos y una conclusión. A lo largo y ancho de esta argumentación, el señor Moreno trata fundamentalmente los siguientes temas:

2.1 Unidad de la Iglesia
Al tocar este tema propiamente eclesiológico, Ezequiel recurre a la doctrina paulina del cuerpo místico de Cristo, según la cual todos los miembros forman un solo cuerpo dentro de la Iglesia únicamente en la medida en que están unidos a su Cabeza, que es Cristo. Por lo tanto, los herejes, que están separados de la Cabeza, deben ser separados del cuerpo, o sea, expulsados de la Iglesia. Esto lo afirma para refutar al autor de la carta, quien sostiene que “desde el día en que recibió la ordenación sacerdotal prometió… no ver en los hombres, ni conservadores, ni liberales, ni católicos, ni herejes, sino una sola cosa en Cristo”[3]. Este tema lo trata en el capítulo I, recurriendo a las siguientes fuentes:

Ø Biblia: Jn 15,4; 1Jn 3,8.10
Ø San Jerónimo: “Diálogo contra los luciferianos”
Ø San Agustín: “Sermón 1, c.6 de Simb. Ad Catechum.”
Ø Nicea I, c. VIII
Ø Constantinopla I, c. VI

2.2 Relaciones Iglesia-Estado

Este tema (abordado en el capítulo 4) toca la eclesiología, la teología política y la moral social. Afirma Ezequiel que el liberalismo político es el liberalismo llevado a la práctica, y consiste en la emancipación del individuo, la familia y el Estado con respecto a Dios. Define algunos tipos de liberalismo:

Ø Liberalismo radical: rechaza la influencia de Dios sobre el hombre y la sociedad
Ø Liberalismo naturalista: acepta lo natural, pero no lo sobrenatural (deísta)
Ø Liberalismo moderado: es una privatización de la fe que incluye separación de poderes

Utiliza las siguientes fuentes:

Ø León XIII: Encíclica Libertas de 1888
Ø Donoso Cortés: publicista
Ø Manifiesto de la Convención de Delegados del Partido Liberal, Bogotá, 20 de agosto de 1897

2.3 Liberalismo
En el marco de la teología política, la teología moral y la antropología teológica, aborda el tema central de su opúsculo, disgregado en diferentes capítulos, lo cual lo lleva a distinguir entre distintos tipos de liberalismo, como sigue:

Ø Liberalismo político: es la ideología liberal llevada a la práctica, y está condenado por la Iglesia porque se funda en “los derechos del hombre de 1889” (Revolución Francesa), que significan una emancipación del hombre con respecto a Dios (capítulo III). Lo distingue del republicanismo y afirma que la Iglesia acepta todas las formas de gobierno y no se casa con ninguna, mientras respeten los derechos de la Iglesia; pero el liberalismo político no es simplemente una forma de gobierno, no es republicanismo, y por eso lo puede rechazar (capítulo II). Se basa en las enseñanzas de León XIII (Inmortale Dei y Libertas), Pío IX (Syllabus) y Pío VI, quien condenó la declaración de los derechos del hombre.

Ø Liberalismo católico: lo define como una mezcla inadmisible entre principios católicos y doctrina liberal, que es condenada por la Iglesia. Acude a los Breves de León XIII y Pío IX, así como al dogma de la infalibilidad pontificia del Vaticano I (capítulo V).

Ø Liberalismo práctico: incluye a todos aquellos sólo son liberales en sus obras y no en sus ideas; “aquellos que no admiten error alguno del liberalismo, pero que se conducen, sin embargo, en la vida civil y política como si fueran tales liberales”[4] (capítulo VII). En el capítulo VIII hace una lista de liberales prácticos en la que incluye: los que votan por candidatos liberales, los que patrocinan tales partidos, los que asisten a fiestas liberales, los que se suscriben a periódicos liberales, y muchos otros. Cita como estandartes del liberalismo a Voltaire, Diderot y Renán; y también un periódico que difunde esas doctrinas: Mefistófeles. Tampoco se salvan las mujeres, sobretodo las que se adornan con cintas rojas, decoran sus casas con trapos rojos o reciben en su casa a las tropas liberales (capítulo IX).

Adicionalmente, en el marco de la teología pastoral, invita a luchar contra toda forma de liberalismo, pero no en el plano de las armas, sino de las ideas y las costumbres, aunque si las circunstancias lo exigen, aun el terreno de armas es lícito si es el que impone el enemigo. “No se trata de que cada católico coja su fusil, ni excito a nadie que lo coja, porque los enemigos no se presentan aún con fusiles; si se presentaran con ellos, entonces harían bien los católicos en coger también fusiles, y salirles al encuentro; porque si un pueblo puede guerrear por ciertas causas justas, mucho mejor puede hacerlo para defender su fe, que proporciona medios, no sólo para ser felices en cuanto cabe serlo en la tierra, sino también para conseguir la verdadera y eterna felicidad para que fue criado el hombre”[5] (capítulo XIV).

2.4 Participación del clero en política
También en el marco de la teología política aborda el obispo Moreno el tema de la participación del clero en política. Sostiene que son los liberales quienes han llevado el problema al terreno de la política, y que la Iglesia tiene el deber de dar la batalla en el terreno que le toque según las circunstancias. El clero tiene el deber no sólo de orar en los templos, sino también de trabajar fuera con todos los medios a su alcance para evitar que el partido liberal llegue al poder e imponga leyes que independicen a los pueblos de Dios y los lleven a la ruina. Para apoyar su argumentación acude a la encíclica Sapientice Christiane, donde León XIII afirma que “debe favorecerse (con el voto) a los varones de probidad manifiesta y beneméritos del nombre cristiano, y ninguna causa puede haber para que sea lícito anteponer a los que están animados en contra de la Religión”[6] (capítulo XIII).

Finalmente, insta el señor Moreno al clero a permanecer fiel a la doctrina de Jesucristo y mantenerse en su posición intransigente frente al liberalismo; no es posible la conciliación sin que ésta implique capitulación de los principios del evangelio. San Ezequiel se apoya para esta conclusión en el mismo evangelio, así como en Pío IX (Syllabus).

3. APARATO CRÍTICO EN RELACIÓN CON OTROS ESCRITOS
El documento que nos ocupa es, quizá, uno de los más orgánicos de cuantos escribió san Ezequiel en relación con el liberalismo. Tiene mucho que ver con la mayoría de sus escritos porque en todos ellos tocó de alguna manera el tema. Sin embargo, teniendo en cuenta que generalmente se ocupó del tema en respuesta a situaciones coyunturales, podemos clasificar tales escritos según la oportunidad. Es así como ya en su primera carta pastoral en Pasto a mediados de 1896 alertaba a sus diocesanos sobre las “doctrinas que deifican la razón humana, haciéndola regla suprema del bien, del mal y de todo, rechazando la religión revelada; que niegan los derechos de Dios y proclaman los del hombre”[7].

También escribió cuando supo de la expulsión de obispo Schumacher y los religiosos capuchinos de la República del Ecuador, aprovechando la segunda carta pastoral, en la que lamentaba la circulación por su diócesis de varios periódicos del vecino país que pregonaban el liberalismo y atacaban a la religión. Volvió a tomar la pluma para condenar las doctrinas liberales cada vez que algún medio impreso difundía esos errores en su jurisdicción. Así lo hizo en agosto de 1896 para condenar la Voz Evangélica; en julio de 1899, el Eco Liberal; y en septiembre de 2004, Mefistófeles.

De igual forma, abordó el tema con motivo de los sacrilegios cometidos contra el sacramento de la Eucaristía en Riobamba (Ecuador) en junio de 1897 y Tumaco en julio de 1903. A propósito de éste último sostuvo contundentemente que “conocidos son los frutos amargos que produce el árbol maldito del liberalismo, dondequiera que se planta; y como aquí, en esta población, el liberalismo ha dominado y ha sido dueño absoluto en varias épocas durante la guerra, ha dejado sus frutos en abundancia. El dominio del liberalismo en esta población, como en todas las de esta desgraciada costa, ha sido el dominio de la impiedad, del crimen y del desorden. La desvergüenza no ha conocido límites; el vicio no ha respetado clases ni condiciones; la propiedad ha sido desconocida, y hollados todos los derechos; la libertad no fue más que un nombre sinónimo de corrupción, y el amor patrio un insulto lanzado a la sociedad”[8].

Bastante conocido fue el caso del colegio de Tulcán (Ecuador), donde ejercía como rector el señor Rosendo Mora, simpatizante de los principios liberales, al cual asistían muchos niños pastusos. Ezequiel se vio enfrascado en una controversia con el obispo de Ibarra, diócesis a la que pertenecía el colegio, por supuestamente invadir su jurisdicción al prohibir a los padres de familia matricular a sus hijos en aquel plantel. Pero lo que realmente interesaba al obispo de Pasto era proteger la sana doctrina de sus súbditos. Aprovechó la ocasión para mostrar las consecuencias prácticas de las doctrinas liberales para la fe de sus fieles.

La Guerra de los Mil Días fue otra ocasión propicia para afrontar el tema. Ezequiel, como quedó dicho antes, no incita a la guerra, sino a la defensa de los principios cristianos y los derechos de la Iglesia, pero no rechaza la posibilidad de acudir a las armas como medio legítimo para obtener esos fines. De hecho, en su undécima carta pastoral, de 1900, anima a los soldados gobiernistas a no desfallecer ante la furia de los ataques revolucionarios, para defender la república de los vicios del liberalismo.

Por último, no podemos dejar de mencionar el incidente con el obispo Casas. Hay que decir que constituyó un evento doloroso para ambos obispos, pues no solamente eran hermanos de hábito y hermanos en el episcopado, sino que además eran coterráneos y el señor Casas había reemplazado al obispo Moreno al frente de la Provincia de la Candelaria y luego al frente del Vicariato Apostólico de Casanare. La discrepancia surgió a raíz de la publicación de un libro titulado Enseñanzas de la Iglesia sobre el liberalismo, en el que el obispo Casas daba instrucciones prácticas a los sacerdotes sobre el modo de proceder con los liberales en el púlpito y el confesionario. Ezequiel advierte una especie de laxismo y concesiones prácticas hechas a los liberales, que amenazan con echar por tierra todo lo que ha edificado contra ese error moderno en su territorio. De inmediato dirige a todos sus fieles unas Instrucciones sobre el mismo tema en las que alaba la exposición del obispo Casas en la parte teórica, pero lamenta los errores en los que considera que incurre al abordar la cuestión práctica.

En esta controversia descubrimos a dos hombres buenos, fieles al Magisterio de la Iglesia ambos, contemporáneos y paisanos, que han pisado los mismos claustros y recibido similar formación, que han compartido una época y un ministerio, que pisan el mismo suelo colombiano, la misma realidad sociopolítica, que se encuentran frente al mismo liberalismo; pero que, a la vez, tienen una postura diversa frente a un mismo tema. Eso nos demuestra una vez más que el ser humano nunca está totalmente determinado por su ambiente y que la verdad es más un camino que una meta; un camino que hay que hacer de la mano de la caridad. Es cierto que ambos obispos tenían mucho en común, pero la experiencia pastoral y el acervo cultural le enseñó a cada uno aspectos muy específicos y propios de la misma realidad.

Para concluir, no podemos pasar por encima de un hecho que marcó de manera decisiva la postura del obispo Moreno frente al liberalismo: las lecturas que nutrían su pensamiento. Durante el tiempo que ejerció el episcopado en Colombia solicitó de España la literatura con la que simpatizaba para tratar de mantenerse al tanto de las tendencias europeas, pero no se cuidó de procurar distintos puntos de vista, sino que todas ellas representaban la misma corriente conservadurista. Martínez cuesta nos da noticias sobre los autores que leía[9]: El Siglo Futuro, órgano del integrismo de Ramón Nocedal; Félix Sardá y Salvany (1844-1926), autor de “El liberalismo es pecado”, célebre frase que el obispo de pasto hizo colocar en el salón de sus funerales; Pedro Casas y Couto, censor de la política canovista; varios polemistas y el cardenal Luis E. Pie (1815-1880), obispo de Poitiers y líder de los intransigentes franceses.

Esto, más la lectura asidua y reverente de las encíclicas de Pío IX y León XIII, no podía dar otro resultado que una visión unilateral de las cosas, suavizada, eso sí, por su celo pastoral y caridad cristiana, pero incapaz de superar la visión integrista de sus maestros. Recordemos que el integrismo era un partido político español fundado a finales del siglo XIX por Ramón Nocedal, y basado en la recusación de las libertades que forman la esencia del liberalismo. Sus elementos principales procedían del carlismo y estaban decididos, según palabras del propio Nocedal, a “restaurar el imperio absoluto de nuestra fe íntegra y pura, y a pelear con los partidos liberales, a quienes no yo, sino León XIII llama imitadores de Lucifer, hasta derribar y hacer astillas el árbol maldito”[10]. Esto no le permitió aceptar nunca a la mayoría de los eclesiásticos de la época que “la sociedad había dejado de ser íntegramente cristiana y, por más anatemas que se lanzaran contra el liberalismo, los estados no iban a dejar de aplicar sus principios. Con condenas la Iglesia no conseguiría más que autoaislarse y comprometer su misión en el mundo”[11].
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[1] Cf. MARTÍNEZ CUESTA, Ángel. Beato Ezequiel Moreno. El camino del deber. STMD, Roma, 1975. 491.
[2] Cf. MARTÍNEZ CUESTA, Ángel. Epistolario del Beato Ezequiel Moreno. Tomo I. IHAR, Roma 1982. 13.
[3] Cf. MINGUELLA, Toribio. Cartas pastorales, circulares y otros escritos de Fr. Ezequiel Moreno. IHGF, Madrid, 1908. 115.
[4] Ibid. 27.
[5] Ibid. 145.
[6] Ibid. 143.
[7] Ibid. 62.
[8] Ibid. 443.
[9] MARTINEZ CUESTA, Ángel. San Ezequiel ante la cultura de su tiempo. En: “El santo de Alfaro. Simposio sobre san Ezequiel Moreno”. Alfaro, 29 de septiembre – 1 de octubre de 1994. Roma, 1994. 107.
[10] ENCICLOPEDIA UNIVERSAL ILUSTRADA ESPASA. Tomo XXVIII. Segunda parte. Barcelona, 1926. 1776.
[11] MARTINEZ CUESTA. Op. Cit. 102.

domingo, julio 09, 2006

San Ezequiel Moreno - Religioso Ejemplar



Un fraile de hábito

Cuenta fray Ezequiel en una de sus cartas, fechada en Bogotá el 12 de mayo de 1894, recién nombrado vicario apostólico de Casanare, a una señora de la sociedad bogotana:

“La situación en que quedo ahora es completamente independiente de la Orden; pero, como supone con fundamento, no he dejado mi hábito, y vivo como un Agustino. No hay palacio donde voy, porque nunca hubo Obispo, y no cuento con otro clero que con mis religiosos”.

Un triste adiós

Las siguientes palabras de fray Ezequiel, en carta dirigida al padre Santiago Matute, durante su expedición por los llanos del Casanare, recién llegado a Colombia, muestran el espíritu de fraternidad que le adornaba:

“Me despedí llorando de mis buenos hermanos, y ellos lloraban también. ¡Con qué gusto me hubiera quedado con ellos, si Dios Nuestro Señor no me quisiera tener ahora en otra parte! Me aparté de ellos, ocultando en lo posible lo conmovido que estaba, y por el camino me acordaba de ellos y seguía llorando, no por ir solo, sino porque los dejaba solos y deseaba, en gran manera, haber seguido trabajando en su compañía y servirles de algo”.

¿Agustino o Jesuita?

¡Quién hubiera pensado que un fraile agustino de los quilates de San Ezequiel, se considerara jesuita de corazón! Pues lo era, según las palabras escuchada por un novicio jesuita de labios del propio santo en una homilía:

“Amo a mi Orden Agustiniana con todo el ardor de mi corazón; soy Agustino, pero soy también amante sincerísimo de la Compañía de Jesús; soy jesuita de corazón: no quiero ser estimado de quien no estime a la Compañía, y quiero que los ultrajes que a ella se le infieren me hieran también a mí”.

Ante todo, agustino

En sus cartas de dirección espiritual refleja con frecuencia, no sólo un gran espíritu agustiniano, sino también un buen conocimiento de las enseñanzas de su padre Agustín. Veamos un fragmento de carta fechada en Pasto el 2 de agosto de 1901: “La obra de la salvación es exclusivamente de usted (supuesta la gracia de Dios, se entiende), y de tal manera que ni el mismo Dios quiere salvarla sin usted. Por eso dijo San Agustín: ‘El Dios que te hizo sin ti, no te salvará sin ti.’ Trabaje, pues, por ser santa, que Dios lo quiere, y sólo falta que usted quiera con la voluntad y con las obras”.

Espíritu fundador

Nos relata fray Toribio Minguela, hermano de hábito y hermano en el episcopado de fray Ezequiel, algunas de sus facetas como fundador:

“De esas catequistas formó el Prelado una modesta Congregación religiosa, a la que dio el nombre de Esclavas de Jesús. El Instituto, que había comenzado muy bien, tuvo la desgracia de que al poco tiempo muriera el fundador”.

“Entonces nuestro Santo Prelado Moreno, en asocio de unas pocas almas generosas, puras y fervientes como él, fundó la Liga Santa de Víctimas del Sagrado Corazón”.

Pildorilla teológica

Fray Ezequiel se expresa así desde Támara (Casanare), en carta de dirección espiritual a una religiosa que se sentía angustiada porque consideraba que ya era muy tarde para alcanzar la salvación de su alma:

“La gracia del Señor no necesita de años para santificarnos. Santificó en un momento al Buen Ladrón y santificó a la Magdalena y a todos nos santifica cuando entra en nuestras almas. No debemos desesperar ni creer que ya no podemos ser santos, porque Dios Nuestro Señor nos manda esperar; y nos lo manda de tal manera, que le ofendemos si no esperamos”.

Pildorilla bíblica

También en sus cartas de dirección espiritual acude con frecuencia a las Escrituras, para aliviar las almas agobiadas. Veamos lo que le dice a una dirigida suya:

“Dios nos llama a la perfección a todas horas y desde niños; hemos hecho mal en no responder pronto a ese llamamiento; pero siempre es hora de entrar a trabajar a la viña del Señor, como El mismo nos lo manifestó en parábola de los operarios, que unos entraron a trabajar más temprano y otros más tarde, y a todos, en su misericordia, les dio el jornal”.

Pildorilla filosófica

Muy al estilo agustiniano, fray Ezequiel aconseja en sus cartas acatar el juicio de la razón a la luz de la fe. En los siguientes términos se dirige a una religiosa agobiada por el sufrimiento:

“Dice que está algo cansada de sufrir porque el camino del sufrimiento es largo. Esta afirmación es contraria a la Sagrada Escritura, la razón y la experiencia. En efecto, San Pablo nos dice que es momentáneo y leve el momento de nuestra tribulación. Mucho le aprovechará, pues pasar algunos momentos meditando en esa gran verdad, o sea en que sus sufrimientos son nada más que de un momento, porque la vida en este mundo no es otra cosa que un momento, lo actual; lo pasado pasó y lo venidero no ha venido; no tenemos de vida más que el momento actual”.

Nos parece estar escuchando al propio San Agustín.

viernes, junio 16, 2006

La Gracia como nueva relación

Bibliografía: LADARIA, Luis F. Teología del pecado original y de la gracia. BAC. Madrid, 1993. P. 231-266.

Objetivo:


Conocer la visión del autor sobre la gracia como una relación nueva entre Dios y el hombre, a partir del concepto de filiación, tomando como base el Antiguo y el Nuevo Testamento y la propia persona de Jesucristo, y hacer una crítica a la luz de la realidad actual.


Relación filial en el Antiguo Testamento:



En el Antiguo Testamento aparecen pocas referencias a la figura de la paternidad, seguramente para no opacar la idea de trascendencia. Recordemos que Dios es para el israelita un ser personal, pero totalmente distinto (totalmente Otro); cuando aparece se asocia a la idea de origen; en este sentido, padre sería aquel que da origen o inicio a algo; por ejemplo, el autor en cierta forma es padre de su obra. En el caso concreto del pueblo de Israel, la paternidad se refiere a la elección, esto es, Dios es padre del pueblo porque lo elige, lo prefiere y lo acompaña. Así lo podemos observar en la liberación de Egipto y en la Alianza Sinaítica.
Esta relación de filiación se entiende en la perspectiva del amor: Yahvé escoge, acompaña y protege a su pueblo porque lo ama entrañablemente. En el mismo sentido se entiende esta paternidad cuando se refiere a personas concretas, individuales, como es el caso de David en 2Sm 7,14: David es hijo de Dios, Yahvé lo ha escogido para ser presencia de él en medio su pueblo, para guiarlo y conducirlo hacia su plena realización.



Relación filial en el Nuevo Testamento:


El paradigma de filiación en el Nuevo Testamento lo encontramos en el propio Jesús, que llama e invoca a Dios como Padre (¡Abba!). Con sus palabras y expresiones muestra que tiene una relación única y especial con Dios. En esto podemos decir que es pionero, que es original, pues, por lo mismo que habíamos dicho antes, para los judíos Yahvé era algo lejano aunque presente; llamarlo padre de forma personal era un atrevimiento, una blasfemia.
El autor hace una distinción importante entre la manera como Jesús llama padre a Dios y la manera como lo vincula paternalmente a los discípulos; él nunca dice “nuestro padre” cuando, hablando con ellos, se refiere a él, sino que utiliza la expresión “mi padre y vuestro padre”. Esto refuerza la idea de que su relación es única y especial. Ahora bien, solamente una vez en los evangelios sinópticos (Mt 11,25-27) Jesús se autodenomina “Hijo”; en cambio, con frecuencia Jesús utiliza la palabra padre (evangelio de san Juan), con lo cual queda claro que su interés no es presentarse como hijo (darse estatus), sino expresar su relación natural y familiar con Dios.


En la cristología de los primeros tiempos se descubre la noción de una relación previa del Hijo con el Padre, es decir una filiación divina de Jesús antes de su vida humana, esto es, que Jesús no es hijo solamente en cuanto hombre, sino también en cuanto Dios, es decir, en la propia vida intra-trinitaria (Hebreos, Juan, Pablo). Esta relación halla su realización plena en la resurrección de Cristo, con su plena entronización como Señor (Rm 1,3).


El autor afirma que “en la existencia filial de Jesús se muestra un modo nuevo de ser hombre, la manifestación plena de la humanidad, derivada de la revelación del Dios trino” ¿Cómo entender esta afirmación?
Por medio de la vinculación filial de Jesús al padre, también sus discípulos quedan vinculados a él, lo cual implica una actitud vital que consiste en amar sin distinción. Para los discípulos ser hijos de Dios implica también ser hermanos entre sí. De ahí la expresión de san Juan: “Quien dice que ama a Dios, a quien no ve, y no ama a sus hermanos, a quienes ve, es un mentiroso, porque Dios es amor y quien no ama no ha conocido a Dios”. De lo anterior se concluye, como lo hace Pablo en Ga 4,4-7, que los hombres somos hijos de Dios solamente en relación a Jesús, es decir, somos hijos sólo en el Hijo y por la acción del Espíritu Santo. Y esta filiación nos da derecho a participar de la herencia del Hijo en el Hijo, es decir la resurrección y la vida eterna.


Sin embargo, para participar de esta herencia no basta con pertenecer al género humano, redimido por Cristo, sino que es necesario adherirse por la fe a Cristo resucitado, es decir, que la participación del hombre es activa, e implica seguimiento e imitación. De ahí que afirme san Juan (14,21) que no es suficiente con creer en Cristo, sino hay que amarle.



La gracia como nueva relación


Sostiene el autor que “la Revelación de la Encarnación nos lleva a participar de la filiación divina” ¿En qué sentido se puede entender esta frase?
¿En todo lo anterior, cómo encontramos el concepto de la gracia como nueva relación del hombre con Dios?


Veamos. Esa nueva relación pasa de ser de “enemigos” a “amigos”. Éramos enemigos de Dios porque estábamos lesionados por el pecado de Adán. Ahora somos amigos de Dios porque hemos sido reconciliados por Cristo. Por él se hizo posible la inhabitación de la Trinidad en nosotros. Es requisito indispensable la fe en Cristo Jesús: la fe nos justifica, pues creemos que Cristo murió ... y que lo hizo por nosotros. Él nos revela que somos criaturas de Dios y que tenemos una vocación divina, que es la realización plena del ser humano. Por lo tanto, para alcanzar nuestra realización debemos entender y asumir que dependemos absolutamente de Dios.
El autor enfatiza el hecho de que primero se da la relación de creatura con Dios y después la “existencia”. Es decir, que “somos” en cuanto “somos en Dios”. Por lo tanto, la gracia como filiación es esencial a nuestro ser de creaturas y se da en dos dimensiones: trascendente e inmanente, con lo cual perfecciona a la creatura desde dentro. En este sentido, se observa un distanciamiento de la perspectiva protestante, que sólo reconoce la dimensión trascendente de la gracia y concibe al hombre como un ser corrompido en su naturaleza y “bañado” por la gracia divina para ocultar su naturaleza corrompida.



Conclusión


Al parecer el auto está hablando para creyentes, para personas que asumen una perspectiva de fe, lo cual da a entender que la gracia es también un asunto en el que interviene la conciencia; según esto, no se entiende bien de qué manera la gracia afectaría a un ateo. Según la Constitución Lumen Gentium, la gracia de Dios está presente en todas las personas, aun en las no creyentes, en las cuales actúa de manera oculta y misteriosa porque allí están presentes de alguna manera las semillas del Verbo. Pero no se ve claro cómo se realizaría esa gracia sin la participación consciente y activa de la persona. Se observa una posición bastante pegada a la tradición doctrinal de la Iglesia; el autor no se lanza a especulaciones ni propuestas audaces; tampoco plantea nada verdaderamente nuevo. Su concepto de la gracia como nueva relación forma parte de la tradicional doctrina escatológica de la Nueva Creación: en Jesús, Dios hace nuevas todas las cosas.

No aporta elementos pastorales para una praxis del tratado de la gracia, aunque quedan insinuados cuando toca el tema de la correlación entre filiación y fraternidad según san Juan. El amor a Dios, como correspondencia a su propia iniciativa de amor, debe reflejarse en el amor al hermano. Por otro lado, vemos un aporte interesante en el énfasis que hace el autor cuando afirma que primero existe la relación creatural con Dios, y después “somos”. Aquí encontramos un proceso de humanización, pues el hombre se plenifica en cuanto se identifica con Jesús, quien nos muestra un nuevo modo de ser hombre en la propuesta del amor.


Ahora bien, vivimos en un mundo hedonista que no se fija en lo trascendente, sino que tiene lo inmanente como único punto de referencia. Desde esta perspectiva, la gracia es vista como progreso material: el desgraciado es aquel que no “tiene”: no tiene dinero, no tiene bienes materiales, no tiene futuro; mientras que en la perspectiva cristiana, el desgraciado es aquel que no “es”: no es persona, no es hijo de Dios, no es humanizado, no es redimido, etc. Además, la filiación divina implica la aceptación de la dependencia de Dios, lo cual contrasta con el afán de emancipación racionalista del hombre de hoy, que se considera autosuficiente y no es capaz de ver en sus descubrimientos a Dios que se está revelando. El hombre tampoco se da cuenta de que en su obrar está siendo “cocreador” y, por lo tanto, multiplicador de la gracia, aun en aquellos casos en que interviene destruyendo su entorno. En definitiva, tenemos un largo camino por recorrer para llegar siquiera a acercarnos a una comprensión de la gracia como nueva relación entre el creador y la creatura por medio de Cristo.

sábado, junio 03, 2006

Curso de Biblia - Lección 5

GÉNEROS LITERARIOS EN LA BIBLIA

1. Definición

Son las diversas formas de expresión que se utilizan para transmitir unos determinados contenidos de fe que corresponden a una intención teológica. En la Sagrada Escritura encontramos múltiples géneros y subgéneros literarios. Aquí vamos a estudiar los más relevantes para este curso introductorio.

2. Género narrativo

Relata e interpreta hechos históricos o imaginarios. Tiene algunos subgéneros, tales como: parábola, didáctico, épico, crónica e historia. Ejemplos: Mt 3,1-2; Ex 13,17-22

3. Género legal

Colección de preceptos, normas y costumbres que regulan la alianza de Dios con su pueblo. Subgéneros de este género son: sentencial, judicial. Ejemplos: Dt 15,1-2; Mt 5,19

4. Género profético

Mensajes de Dios por medio de los hombres para llamar a la conversión al pueblo y anunciar la salvación. Los profetas no son adivinos, sino hombres de Dios que leen teológicamente el pasado y anuncian las consecuencias lógicas para el futuro. Ejemplos: Jr 31,27-28; Lc 2,33-35

5. Género lírico

Expresión poética en prosa o en verso de vivencias que exaltan sentimientos de Dios hacia los hombres y de los hombres hacia Dios. Ejemplos: Sal 8,4-5; Lc 1,46-55

6. Género sapiencial

Reflexiones sobre la vida real y cotidiana, para tener un mejor encuentro con Dios. Generalmente se expresa en forma de dichos, máximas o sentencias. Ejemplos: Pr 3,1-2; Sb 13,12

7. Género apocalíptico

Relatos, visiones, sueños, revelaciones en lenguaje simbólico, para animar al pueblo y darle esperanza en tiempos de persecución y temor. Ejemplos: Ap 1,11-12; Dn 7,2-6

8. Género epistolar

Exposición doctrinal en forma de carta para exhortar, corregir, animar a las comunidades. Es una evangelización a distancia. Ejemplos: Rm 12,1; St 2,14

EJERCICIO

Lea los siguientes textos bíblicos e identifique el género de cada uno:

Mt 5,1-12
Lc 15,11-32
1Tim 1,1-3
Sir 2,1-5