viernes, noviembre 16, 2007

San Ezequiel Moreno - Héroe de virtudes

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Pobre, pobre

Se puede asegurar, sin temor a equivocarse, que San Ezequiel fue más pobre como obispo que como fraile, y eso que como fraile ya fue bastante pobre. Las siguientes líneas, entresacadas de una carta suya dirigida a una amiga en España, cuando se disponía a viajar a Roma para la visita Ad Limina, hablan por sí solas:

“Es lo regular, sin embargo, que no vaya a España, porque no tengo dinero para ir. Para ir a Roma tomaré dinero de la diócesis, porque para ella es mi viaje: pero la ida a España, como no sería cosa necesaria a la diócesis, no podría, en conciencia, hacer esos gastos, y yo como particular no tengo un céntimo”.

Como si esto fuera poco, en su testamento dejó escritas estas palabras, que toca lo más delicado del corazón:

“Tengo dos hermanitas pobres. No las he socorrido durante mi episcopado en Pasto, porque no he tenido para socorrerlas. Todo lo he dado a los necesitados de aquí, excepto lo gastado en comer y algo de vestido, pues traje suficiente ropa de Bogotá”.

Sin embargo, los que lo conocieron saben que la tal ropa era bien escasa y que siempre andaba con su hábito desgastado.

El don de la vocación


En estas frases, dirigidas a una monja en 1905, da muestras de la profunda comprensión que tenía de la vocación religiosa:

“Comprendo el sacrificio al separarse de la familia; lo que no comprendo es la recompensa de ese sacrificio, por lo grande, sublime y hermosa. Creen algunos que han dado mucho a Dios al abrazar el estado religioso; pero yo siempre he creído que es Dios el que me dio a mí un don inapreciable al llamarme a la Religión”.

Un alma obediente


Cuando el cáncer se hacía insostenible en noviembre de 1905, escribe:

“Me dicen que me marche a Bogotá o a Europa, que aún llego a tiempo para que me operen con éxito probable; pero no apuro, porque no tengo ganas de viaje y porque están rogando por mi salud muchas almas por toda la diócesis. Si después de algunos días el Señor no me cura, me entregaré a lo que decidan tres o cuatro Sacerdotes buenos. Si deciden que me marche, obedeceré”.

El fraile orquesta


Habrá quien piense que por ser un hombre generalmente serio, adusto y severo, era fastidioso o recalcitrante con la Liturgia. Pues no; era más bien sencillo, delicado y servicial. En ello se reflejaba aún más la humildad de su espíritu. El siguiente caso, relatado por él mismo habla de la humildad de su espíritu y de las dificultades que tenía que pasar:

“Tengo muchísimas ocupaciones, porque aquí no tengo el personal que tienen otros obispos para el despacho de los asuntos que ocurren, y todo me lo tengo que hacer solo. Tengo que ser obispo y cura, y misionero, y hasta sacristán en ocasiones”.

Guitarrista y cantor modesto


No todos saben que él cantaba muy bien y también tocaba la guitarra; sin embargo, llegó a avergonzarse de hacerlo de manera indebida, como lo manifiesta, en un exceso de modestia, en la víspera de su operación en Madrid:

“Recuerden lo bueno que hayan visto en mí, y no mis faltas de modestia religiosa cuando tocaba la guitarra y cantaba, cosas ya impropias de un religioso. Dígalo a todos los que me vieron hacer eso”.

El señor de los castigos


Una faceta poco conocida en fray Ezequiel es la de Superior, cargo que ejerció en el convento de Monteagudo durante tres años, antes de viajar a Colombia. La siguiente escena la relata el hermano Luis Sáenz, portero del convento en aquella época:

“Después en el mismo convento de Monteagudo me pusieron al frente de la huerta. Y sucedió que algunos coristas se tomaron, sin permiso, algunas cositas que guardaban los hortelanos. Le di cuenta de ello al padre rector fray Ezequiel Moreno, quien me pregunto: ¿Y dónde están ahora los coristas? En el zarzo, le respondí. Pues, bien, añadió con energía: vaya, y ciérreles la puerta, y, cuando toquen a comer, no les abra”.

Un auténtico martirio


Sus últimos días en Colombia fueron dramáticos por la gravedad del cáncer que lo agobiaba. Él mismo describe la situación así en una carta dirigida al padre Manuel Fernández el 25 de noviembre de 1905:

“Los médicos me declararon sin remedio con llagas malignas palatino-nasales, en las que había que operar, y ellos no tenían medios. Los fieles y clero han rogado mucho, y no sé que querrá de mí Nuestro Jesús: estoy por completo a su disposición divina. La cabeza no me deja escribir”.

El ilustre doctor Compaired, quien lo operó en Madrid, exclamó ante la imperturbable serenidad del enfermo, que soportó largos momentos de la cirugía sin anestesia y que mantenía los ojos clavados en un Crucifijo:

“Esto es muy superior a todas las fuerzas humanas ... Esto es heroísmo santo, heroísmo de mártir y bienaventurado”.

viernes, septiembre 21, 2007

Publicadas las Obras Completas de San Ezequiel Moreno

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Han llegado a nuestras manos los primeros cuatro tomos de las Obras Completas de San Ezequiel Moreno, los cuales llenan sus páginas con el epistolario, tan completo como ha sido posible conseguirlo con la contribución de muchas personas. ¡Enhorabuena! Hace ya bastante tiempo que estábamos esperando este tesoro literario del patrimonio histórico de la Orden de Agustinos Recoletos.

Aunque el padre Toribio Minguella había publicado en 1914 y 1917 sendos volúmenes con varios centenares de cartas del santo, debido a la proximidad histórica con los acontecimientos y la falta de rigor científico, estas ediciones omiten datos importantes e incluyen numerosos errores que dificultan la comprensión de su hondo contenido espiritual y pastoral. Aparte de eso, ha habido otras publicaciones parciales a medida que se ha ido conociendo la correspondencia de san Ezequiel, pero ni siquiera reuniendo todas esas ediciones era posible darse una idea integral del valor testimonial que encierran.

Es de alabar el inmenso esfuerzo que ha hecho la Orden para dar a la luz esta obra; en particular, el trabajo concienzudo y exhaustivo realizado por el padre Ángel Martínez Cuesta a lo largo de muchos años para allegar la documentación necesaria y organizarla de manera coherente para que, como él mismo lo dice[1], podamos todos acercarnos como en un balcón privilegiado al mundo interior del santo. Hay que resaltar, sobretodo, el aporte que hace el padre Martínez Cuesta desde el punto de vista de la crítica histórica para que podamos comprender mejor el contexto espaciotemporal y el entramado de circunstancias que rodearon las intervenciones de fray Ezequiel y le movieron a tomar la pluma una y otra vez.

Si bien es cierto que el acervo epistolar del “obispo Morenito”, como lo señala el padre general de los agustinos recoletos en la presentación de la obra[2], no es comparable con el de santos como Vicente de Paúl, quien llegó a escribir más de 30 mil cartas, o Juan Bautista de la Salle, que se aproximó a las 17 mil, sí se acerca al de Francisco de Sales o Alfonso de Ligorio. Actualmente se conocen aproximadamente 1.600 cartas de san Ezequiel, más que suficientes para hacerse una idea clara de su perfil espiritual y celo apostólico, de su genio y figura, de los matices de su personalidad.

Ojalá sepamos valorar debidamente este esfuerzo y nos acerquemos con interés, o por lo menos curiosidad, a esta obra, que constituye una referencia obligada, no sólo para conocer mejor al santo de Alfaro, sino también para conocer y entender un capítulo dorado en la historia de la restauración de la Recolección Agustiniana en América. Lo escrito, escrito está; ahora hay que leerlo.

Pero éste es sólo el comienzo. Quedamos ahora a la espera de los tres tomos restantes: el tomo quinto, dedicado a las cartas pastorales y escritos doctrinales, el cual constituye, a mi parecer, el corazón de toda la obra, puesto que se trata de escritos planeados, pensados y plasmados sistemáticamente, donde mejor se refleja el perfil de pastor y escritor del santo; hay que recordar que fue editado por el padre Minguella en 1908, pero carece del análisis crítico que es posible hoy. El tomo sexto, el más inédito de todos, contiene los 105 sermones que se han conservado parcial o totalmente; en ellos se puede apreciar su celo apostólico, su devoción a la Eucaristía y a la Virgen María, y la pedagogía de su predicación. Finalmente, el tomo séptimo se dedica a otros escritos, entre ellos las obras espirituales, que desnudan el alma del santo y nos ponen en contacto con algunos rasgos místicos de su personalidad.



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[1] Cf. San Ezequiel Moreno. Obras completas. Tomo I. Augustinus, Madrid, 2006. P. 119.
[2] Cf. Ibid. P. 10.

viernes, agosto 24, 2007

Curas pederastas: verdades y no verdades


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El tema de los curas pederastas en el mundo y en Colombia ya está colmando la paciencia de todos. Nos es posible que aquellos miembros de la sociedad que están llamados a ser un referente moral, se conviertan en motivo permanente de escándalo precisamente para aquellos a quienes deben guiar por las sendas del buen actuar.

Es verdad que cada vez es más evidente que algo no anda bien entre el clero y que se necesita una revisión urgente del tema.

Es verdad que la Iglesia debe asumir una actitud responsable y condenar enérgicamente todos los casos de abuso sexual por parte del clero.

Es verdad que quienes han cometido delitos de esta índole en el pasado y en la actualidad deben ser investigados y sancionados tanto al tenor del derecho canónico como civil.

Es verdad que la Iglesia no debe encubrir estas situaciones, porque en lugar de hacerse un bien como institución se hace un gran mal, y además le hace un gran mal a la inmensidad de fieles que aún reconocen su autoridad y están dispuestos a perdonar las fallas de sus ministros.

Es verdad que los medios de comunicación tienen el derecho y el deber de divulgar estos casos para forzar la toma de medidas que permitan purificar a la Iglesia del gran pecado de la modernidad entre sus miembros.

Pero no es verdad que este flagelo sea única o mayoritariamente problema de la Iglesia católica, y ni siquiera del ámbito eclesiástico, sino que es un problema que aqueja a casi todas las esferas de la sociedad: maestros, personal médico, fuerza pública, profesionales de diversas áreas, etc. Esto, sin embargo, no resta gravedad a lo que atañe a los curas ni los disculpa en modo alguno.

No es verdad que la castración química sea la solución del problema, como lo propone el presidente francés o lo defiende de una manera poco respetuosa un columnista radial; pues las desviaciones sexuales no se localizan en las áreas genitales, sino en la mente humana.

No es verdad que la solución sea permitir que los curas se casen y tengan hijos; prueba de ello es que también se dan casos de pastores pederastas entre movimientos religiosos que sí admiten el matrimonio de sus ministros.

No es verdad que los medios de comunicación tengan el derecho de generalizar y cubrir con un manto de duda la dignidad y buen nombre de todo el clero católico o no católico, incluidos los innumerables sacerdotes que cumplen impecablemente con su labor de pastores y prestan un gran servicio a la sociedad tanto en lo espiritual como en lo material.

En definitiva, éste es un problema que no se afrontó adecuadamente desde un principio por el lastre que aún carga la Iglesia católica de verse a sí misma como una sociedad perfecta, según el modelo eclesiológico preconciliar. Pero ya es tiempo de "tomar el toro por los cuernos", perder los miedos y mostrarle al mundo que la Iglesia es perfecta por su fundador y cabeza, que es Cristo, pero es pecadora por sus miembros. Es tiempo de mostrarle al mundo que la Iglesia tiene capacidad de autocrítica y autoexamen, y va a tomar los correctivos necesarios para superar este trance histórico.

Si el Papa Juan Pablo II tuvo la honradez y gallardía de pedir perdón al mundo por los pecados del pasado de la Iglesia, ahora la misma Iglesia debe tener la honradez de reconocer los pecados del presente, pedir perdón por ellos y encaminarse en la búsqueda de soluciones. Soluciones que deben pasar por un replanteamiento integral de los procesos formativos de los sacerdotes, desde la base, es decir, desde la familia; porque de familias descompuestas, como las que está engrendrando nuestra sociedad, no pueden salir pastores santos, como los que reclama la situación actual.

domingo, mayo 20, 2007

San Ezequiel Moreno - Espíritu apostólico


Para los admiradores de la vida y obra de San Ezequiel Moreno, a continuación algunos aspectos del corazón apostólico del Santo de Alfaro.

Sin pelos en la lengua

Fray Ezequiel era bondadoso, pero directo y severo en su dirección espiritual. Así se dirige a una religiosa que no se conformaba con las cosas que le pasaban:

“El Señor castiga al que ama, dicen los libros santos. No sea tan tonta como ha sido. Dios es nuestro padre infinitamente bueno y tierno para nosotros; déjele, pues, obrar. Si se ve en desgracias, pídale remedio, pero el remedio que él quiera, no el que usted quiera, porque El sabe más lo que nos conviene”.

Un corazón eucarístico

En la quinta carta pastoral que el obispo de Pasto dirigió a sus fieles, con motivo del ultraje que recibió el Santísimo Sacramento en Riobamba (Ecuador), se destaca este desahogo ardiente de su eucarístico corazón:

“Jesús está entre nosotros, pero parece que se ignora esta hermosa y consoladora verdad. ¿Quién se acerca al Sagrario, donde espera día y noche? ¡Ah! En ciertas horas del día, nuestros templos están completamente desiertos, y Jesús, el dulce Jesús, solo ... olvidado ... abandonado...”.

Un corazón mariano

Todos los santos se han caracterizado por un gran fervor mariano. San Ezequiel no es la excepción. Tan es así que quiso terminar sus días en su celda a los pies de la Virgen del Camino. Las siguientes palabras, a raíz de los ultrajes recibidos por la imagen de la Virgen del Carmen, retratan el espíritu mariano que lo adornaba:

“¡Ah! No deja pasar Jesucristo los desacatos a su Santísima Madre sin castigarlos. Aguanta muchas veces los que se cometen contra El mismo, pero no los que se cometen contra su amada Madre. Lo que aquí pasma y admira, no es tanto el ultraje cometido, cuanto la paciencia de Dios; pero ... ese Dios es eterno, y le queda una eternidad para hacer justicia”.


¡Capitán de bandidos!

En una carta dirigida a una señorita protestante, muy sincera y fervorosa, que le expresaba su admiración, dice fray Ezequiel:

“He llegado a comprender por ciertas expresiones que se le escapan que usted ha creído o, por lo menos, se ha figurado, que yo debía estar como satisfecho y dichoso porque todos me quieren ... Pues bien: tengo, no uno, ni dos, sino ya un montón de periódicos, en los que se dice que soy un capitán de bandidos, que tengo causas pendientes por delitos comunes, que soy cruel, que soy bruto, que doy coces, etc. ¿No ve cómo hay que aspirar a otra vida mejor que esta?”.

A un paso de la prisión

Durante la revolución de 1895, siendo fray Ezequiel vicario apostólico de Casanare, relató él mismo los siguientes hecho que atentaron contra su integridad personal:

“Cuatro meses estuve entre los revolucionarios, completamente incomunicado con todo el mundo, oyendo sus alertas, sus proclamas, sus vivas y mueras y sufriendo alguna cosilla. Parece que tenían intenciones de hacerme sufrir más; pero el día preciso en que intentaban apresarme, quiso Dios que recibieran la noticia de la completa derrota sufrida por sus compañeros en el interior de la República”.

¡Que me comprendan!

Muchos escritores modernos, ajenos a la sana y objetiva crítica histórica han malentendido la pugna antiliberal del santo. No se dan cuenta de que dentro de la sociedad de la época el concepto liberal implicaba un rechazo frontal de la doctrina de la Iglesia. El obispo Ezequiel sufría por ello, y así se aprecia con diáfana claridad en sus propias palabras:

“Ojalá pudiéramos abrir nuestro corazón para que todos pudieran ver nuestros sentimientos. ¿Acaso podemos tener odio a persona alguna? ¿A quién podemos odiar? Habiéndonos encargado Jesucristo las almas de todos, ¿cómo hemos de abrigar mala voluntad para nadie? Clamamos y clamaremos siempre que veamos peligros para las almas, porque es nuestra obligación. Pero Dios no permita que esos clamores no procedan de la caridad. ¡Dios mío, que nos comprendan!”. Como si eso fuera poco, apreciemos esta perla, tomada de una de sus cartas pastorales: “Me repugna batallar cuando puedo ceder sin faltar a mi conciencia, y sólo lucho cuando un deber de justicia o caridad me obliga”.


Misionero y nada más

Fue el obispo más celoso para con su rebaño, pero nunca quiso ser obispo. Así se expresó en carta dirigida a su querido padre Manuel cuando, siendo Superior Provincial en Colombia, era inminente su nombramiento como obispo:

“No quisiera ni uno ni otro cargo: yo estaría feliz por ahí con el simple empleo de misionero, como están sus reverencias; pero es difícil que llegue a conseguirlo. Hágase la voluntad de Dios”. Más tarde diría en otra carta con resignación: “No hay remedio; tengo, por fin, que ser Obispo, y digo, que fuera de las ofensas a Dios, es lo que más miedo me ha dado en la vida”.

De los Llanos, al Cielo

Deleitémonos con esta expansión de su corazón misionero en su primera expedición por el Casanare en 1890:

“Siento que mi corazón desea volver a estas tierras, para quedarme en ellas y entregar mi alma al Señor en el temido Casanare... puedo decir que estoy solo, debajo de unos árboles, en estas inmensidades desiertas, y me distrae agradablemente el acordarme de mi Dios, hablar con El, pensar en sus cosas y en lo mucho que le debe agradar el que todo lo sacrifiquemos por El y nos entreguemos a esta vida de privaciones de todo género. Además, ¡pasa tan pronto la vida! Y si de estos Llanos voy al cielo, ¿qué más necesito y qué mas quiero?”.

Cruz larga y pesada

Este es un fragmento de su primera carta pastoral al pueblo casanareño, recién posesionado como vicario apostólico:

“Lo que ahí, en Casanare, nos espera, perfectamente lo sabemos, porque ya tenemos experiencia de ello: sabemos que, además de los sufrimientos morales propios de nuestro cargo de obispo, hemos de pasar muchos días recorriendo vuestro ardiente suelo, sin más comida que la que pueda tener un pobre indio, y aun a veces sin ella; y pasar muchas noches sin más cama que la arena de las playas de vuestros ríos; y sin más cubierta que las nubes del firmamento, que con frecuencia se deshacen en copiosa lluvia que, sobre mortificar no poco, predispone a fatales fiebres. Esto es lo que nos aguarda: pobreza, escasez, privaciones, trabajos, sacrificios, cruz, y cruz larga y pesada”.

lunes, enero 01, 2007

San Ezequiel y el contexto de la polémica antiliberal



Introducción

La lectura de las cartas pastorales y demás escritos doctrinales de san Ezequiel Moreno nos pone ante la evidencia de un pastor de almas comprometido con la misión que la Iglesia le ha confiado. Las temáticas que aborda responden siempre a la realidad concreta de su contexto y buscan ante todo el bien de sus súbditos. El tema más recurrente y en el que casi siempre confluyen todos los demás es el del liberalismo. En su época no era posible leerlo sin tomar partido: o se sentía simpatía o se sentía repugnancia, dependiendo de la identificación o no con las convicciones del prelado y la postura política propia. Actualmente, a un siglo de los acontecimientos, es posible acercarse a este tema con una cierta neutralidad y emprender un análisis serio de los argumentos que se pusieron en juego. Sea que se comparta o se rechace la actitud intransigente del obispo de Pasto en relación con las doctrinas liberales de su época, un estudio de su actuación tiene que pasar por la comprensión del contexto político y religioso que le correspondió vivir.

El objetivo de este trabajo es mostrar ese engranaje de circunstancias y condicionamientos que incidieron sobre la postura política y religiosa del obispo Moreno, con el fin de que el lector tenga suficientes elementos para una ponderación equilibrada y justa del asunto. Cualquier juicio al margen de esta comprensión adolecería de deshonestidad académica, especialmente si se hace a la luz de nuestros días, cuando el liberalismo no es lo que era, el conservatismo no se sabe lo que es, la sociedad se está secularizando progresivamente y la Iglesia respira el aire nuevo del concilio Vaticano II.

Comenzaremos remontándonos al origen y formulación del liberalismo en el escenario pos-renacentista y el auge del modernismo en el siglo XIX. Luego analizaremos la evolución de las relaciones entre la Iglesia y el Estado desde la consolidación de las ideas liberales en Europa. Después daremos un vistazo al contexto político y religioso español en el que nació y se formó Ezequiel, haciendo especial énfasis en la formación que recibió en los claustros agustinianos. En seguida veremos la situación del liberalismo en las nacientes repúblicas latinoamericanas, y especialmente en Colombia, donde Ezequiel vivió y ejerció el ministerio los últimos 17 años de su vida. Para completar el recorrido nos detendremos en la ciudad de Pasto y la diócesis que el señor Moreno tuvo que gobernar por espacio de diez años, en medio de las turbulencias políticas de la época. Por último, a manera de conclusión, propondremos algunos elementos para una valoración equilibrada de la actuación de san Ezequiel en torno al liberalismo.

1. Origen y formulación del liberalismo

Lo primero que hay que entender para acercarse al escenario en el que se desarrolló la polémica antiliberal de san Ezequiel Moreno es el liberalismo, su origen y las formas que adoptó. Dar una definición de liberalismo no es sencillo puesto que se trata de un tema bastante complejo, pero en aras de la simplificación podemos afirmar que se trata de “una ideología (o una corriente que agrupa ideologías distintas) basada en la primacía del individuo sobre el colectivo y, por tanto, en el obligatorio reconocimiento de las libertades individuales como inalienables. Esas libertades incluyen la de pensamiento, expresión y religión pero también las económicas, bajo la base de la libre disposición de la propiedad legítimamente adquirida”[1].

El liberalismo no es otra cosa que llevar a la práctica en el gobierno de las sociedades y el ejercicio de la vida pública los presupuestos de las corrientes filosóficas que se originaron en la época renacentista y se incubaron en el seno de la modernidad, tales como el humanismo, el racionalismo, el materialismo, el naturalismo y el positivismo. Estas doctrinas confluyeron ideológicamente en lo que se conoció como el Siglo de las Luces o la Ilustración en Europa, que en la práctica dieron lugar a los movimientos revolucionarios que cambiaron el orden mundial a partir de la Revolución Francesa en 1789.

El materialismo sólo admite la existencia de los principios inmanentes y materiales, tanto en la naturaleza como en el ser humano, descartando la dimensión espiritual y sobrenatural en el origen y desarrollo del mundo y la persona humana. El racionalismo sólo le concede valor a la razón como fuente del conocimiento, dejando de lado el dato de la experiencia, incluso la experiencia de fe. El naturalismo está convencido de que sólo las explicaciones naturales (mecánicas) son válidas, excluyendo la actividad de Dios, o cualquier cosa sobrenatural. El humanismo abarca todas las doctrinas filosóficas que ponen al hombre en el centro de su reflexión. Finalmente, el positivismo es el ideal de una filosofía científica, sin elementos de teología o metafísica, basada únicamente en datos empíricos del mundo físico. En resumen, el liberalismo preconizaba los siguientes postulados: supervaloración de la libertad individual, autonomía absoluta de la razón y soberanía absoluta de la naturaleza[2].

Todo lo anterior se opone a las categorías filosóficas y teológicas que dirigieron el pensamiento de la humanidad durante la Edad Media. Ya no hay lugar para Dios, lo sobrenatural, lo espiritual, la fe. Se dio un giro copernicano que destronó a Dios y puso al hombre y su razón en el centro del devenir histórico. La Iglesia pasó a ser el “dinosaurio” que representa todo lo caduco, lo anticuado, lo retrógrado, una pieza de museo que guarda los recuerdos de un modelo antropológico en extinción. Esto lo afirmamos desde la perspectiva del nuevo hombre, el hombre emancipado de las ataduras de la fe, de los reatos de conciencia, de la autoridad eclesiástica, del pecado; el hombre gobernado por la razón y la materia; en una palabra, el hombre “libre”.

Estas doctrinas confluyeron en la Ilustración, un movimiento cultural del siglo XVIII, que preconizó una interpretación racional del mundo. Sus propagadores fueron los empiristas ingleses y los enciclopedistas franceses, entre éstos Diderot, D'Alambert, Voltaire y Rousseau. El “boom” de la libertad no tardó en hacerse presente en la esfera política y pronto las monarquías absolutistas, que dieron identidad a los siglos precedentes, se vieron interpeladas por los deseos republicanos de los burgueses. La monarquía representaba al antiguo régimen, a la forma pretérita de gobierno que sojuzgaba a los súbditos y los ponía en la periferia de sus intereses. El republicanismo, por su parte, era la nueva panacea que colmaría las aspiraciones de los hombres libres.

Estas pretensiones son bien resumidas por Martínez Cuesta cuando dice que el liberalismo “aspiró a orientar la vida entera del hombre en esta tierra, desde sus actitudes interiores hasta su actividad en el mundo de la política, de la economía y de la religión. El liberalismo penetró todos los ámbitos de la vida, y la burguesía triunfante lo adoptó como base y norma ideal en todos los órdenes de la vida”[3]. En ese orden de ideas se fueron configurando dos tendencias: los que aspiraban a mantener el antiguo régimen tanto en lo político como en lo ideológico (conservadores) y los que soñaban con un nuevo orden en los dos ámbitos (liberales).

No es difícil darse cuenta del lugar que escogió o tuvo que escoger la Iglesia católica para hacer frente a la modernidad. Es evidente que los postulados liberales chocaban abiertamente con los principios y valores cristianos que la Iglesia había defendido por siglos, por lo menos en la manera en que la Iglesia los entendía y aplicaba. Lo mismo pensaban los liberales, embelesados con los vientos de renovación que se veían venir; “les parecía que república e Iglesia romana no cabían en el mismo lugar y que los principios republicanos, como se entendían entonces, se hallaban en contradicción con los principios católicos contrarios a interpretaciones totalizantes del concepto de libertad”[4]. El enfrentamiento comienza a tomar visos de radicalismo; todo lo que no tuviera aire positivista, es decir, de progreso, será tildado de fanatismo, ultramontanismo, superstición, atraso. Se sindicará como responsable de todo estancamiento al clero y a las órdenes monásticas[5].

2. Relaciones Iglesia-Estado

Teniendo claro lo anterior, era de esperarse que se diera un viraje en las relaciones entre la Iglesia, en particular la Iglesia de Roma, y los nuevos estados nacionales. De un modelo cesaropapista, que predominó durante la época de los absolutismos, en el que se confundían trono y altar[6], donde la Iglesia estaba controlada por el Estado para mantener una sociedad oficialmente cristiana, se pasó a un modelo de sociedad secular con separación de poderes y en no pocos casos persecución de la Iglesia por parte del Estado. La Iglesia perdió su poder temporal, pero no su aspiración de lograr una sociedad regida íntegramente por principios cristianos. En este contexto ultramontanista desarrollaron su pontificado Pío IX y León XIII, los papas que conoció san Ezequiel Moreno durante su formación y ejercicio ministerial; en este contexto también se desarrolló el Concilio Vaticano I.

Antes de decir una palabra sobre la personalidad y el magisterio de estos pontífices en relación con el liberalismo, es necesario precisar un poco lo que era el ultramontanismo, la división que se dio entre los católicos y las circunstancias concretas que enfrentó la Iglesia, pues estos elementos constituyen un marco necesario para comprender la postura de los jerarcas. “La palabra (ultramontanismo) señalaba un catolicismo activo e integral y era utilizada por quienes reconocían como su cabeza espiritual al papa que, para la parte mayor de Europa, era un morador más allá (ultra) de los montes es decir, más allá de los Alpes… En un sentido eclesiástico puro se aplica esta palabra a un catolicismo integral… En los frecuentes conflictos entre la Iglesia y el Estado, fueron llamados ultramontanos los partidarios de la libertad de la Iglesia y de su independencia del Estado”.[7] Queda claro que a finales del siglo XIX la palabra era muy común entre los epítetos que se utilizaban por parte de los liberales para referirse despóticamente sobre todo a los eclesiásticos que abogaban por el imperio de la Iglesia en todos los órdenes, aun en el temporal.

En esta época se acentúa la separación entre dos tipos de católicos: católicos liberales y católicos ultramontanos. Los primeros, que eran minoría, simpatizaban con los principios liberales en cuanto tenían de dignificantes para la persona humana, pero no renegaban de su fe ni se rebelaban contra la autoridad del papa. Los segundos no aceptaban en absoluto los principios liberales y concordaban con la mayoría de las autoridades eclesiásticas en la exigencia de una sociedad íntegramente cristiana, con gobiernos regidos por valores evangélicos. Como veremos más adelante, por su formación, temperamento e influencias, san Ezequiel siempre se identificó con el grupo más conservador.

El proceso de afianzamiento del liberalismo en el terreno de la política hizo que fuera cada vez más difícil distinguir lo que se podía aceptar y lo que había que rechazar de las nuevas doctrinas en lo que tenía que ver con las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Esto debido a que si bien el liberalismo merecía la razón en algunos de sus postulados, se contradecía a sí mismo por el lenguaje y la intolerancia frente a los que no compartían su visión del mundo. Además, aunque las nacientes repúblicas en un principio se declararon confesionalmente católicas, quisieron heredar el patronato vigente en el antiguo régimen, hasta el punto de llegar a convertirse en “gobiernos sacristanes”, con injerencia en el nombramiento de obispos y la posibilidad de legislar sobre asuntos eclesiásticos. La reacción de la Iglesia provocó el enfrentamiento en dos sentidos: algunos propugnaron por la creación de iglesias nacionales desligadas de Roma (galicanistas) y bajo el control del Estado; en tanto que los más radicales buscaron la supresión de la Iglesia. Con estos elementos, veamos ahora sí algo del papel pontificio en el conflicto.


Pío IX (1846-1878) es quizás el papa que mayores simpatías despertó entre los católicos “puros” de su época, a la vez que antipatías y repulsa entre los liberales y católicos transigentes. Ello se comprende a partir de dos circunstancias: su extenso pontificado y su preclara personalidad. “Fue un hombre de gran bondad, valeroso y piadoso, de notable inteligencia práctica abierta a los problemas y cuestiones de su tiempo. En su largo pontificado estuvo permanentemente rodeado de una aureola de viva popularidad… Actuó siempre al frente de la Iglesia como lo que era: pastor y sacerdote”[8].

Su intervención frente al liberalismo mantuvo la misma posición cerrada y radical de sus antecesores y se vio coronada por la publicación de la encíclica Quanta Cura, acompañada por el Syllabus en 1864, en la que recogía un catálogo de 80 errores doctrinales de la modernidad que eran condenados[9], incluyendo doctrinas modernas que van contra la fe, como panteísmo, naturalismo, racionalismo e indiferencia religiosa; otras sobre la ética natural y laical; errores sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado; y, finalmente, las que le niegan a la religión católica el derecho de ser la religión de los estados, con exclusividad. Este documento constituyó como el faro que guió las intervenciones pontificias durante la última parte del siglo XIX y aun comienzos del XX. A él se refiere infinidad de veces san Ezequiel en sus escritos contra el liberalismo, pero en particular se une vehementemente a la última de sus proposiciones en la que se condena el postulado liberal que afirma que “el Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo y con la civilización moderna”[10] [11].

Como si eso no fuera suficiente, el papa concibió la idea de convocar un concilio para afrontar el tema, lo que finalmente se hizo realidad en 1869, el concilio Vaticano I. Se trató de un sínodo de carácter apologético, como tantos otros de la historia, con el que la Santa Sede pretendía reivindicar sus derechos sobre la potestad temporal ante la arremetida de los estados nacionales, teñidos de galicanismo e inundados de liberalismo, pero la súbita interrupción del mismo, por la invasión de Garibaldi a Roma y la supresión de los estados pontificios, significó que no se pudieran aprobar más que dos constituciones: la Dei Filius, que se refiere a la fe católica, y la Pastor Aeternus, donde se define dogmáticamente la infalibilidad papal. En esta última queda sentada la posición beligerante de la Iglesia ante las pretensiones de la modernidad; y de ella, así como de toda la tradición tridentina y la lógica escolástica, bebió abundantemente san Ezequiel Moreno. Con la pérdida de los estados pontificios la Iglesia perdió definitivamente su poder sobre los asuntos temporales y se vio replegada a las sacristías; esto no cabe en la mente de quienes nacieron al amparo del antiguo régimen.

Por último, no podemos terminar este apartado sin dar un vistazo al tímido viraje que el cardenal Pecci (León XIII, 1878-1903) le dio a la postura de la Iglesia frente al liberalismo. Decimos que tímido porque si bien dio muestras de ceder terreno en situaciones concretas, sus sentencias magisteriales mantuvieron el mismo ritmo de Pío IX, ligeramente atenuado. Por ejemplo, la encíclica Inmortale Dei presenta una visión más paternalista de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Sin embargo, en su encíclica cumbre sobre la materia, Libertas de 1888 (ampliamente citada por el obispo de Pasto), “continuaba tildando de perniciosa la separación de la Iglesia y el Estado y todavía con más viveza repudiaba las libertades de expresión, de imprenta, de enseñanza y de cultos”[12], pero cuando se trataba de salvaguardar el bien de la Iglesia era capaz de suavizar su tono para no atraer más los odios de los gobiernos antirromanos.

En suma, tenemos que decir que lo doloroso del proceso de separación de poderes fue el resultado de una doble realidad. Por una parte, los liberales más radicales desencadenaron desde la Revolución Francesa una ola de desprestigio y persecución contra la Iglesia, hasta el punto de despojarla de muchos de sus bienes y privilegios, unas veces con razón y otras sin ella, pero sobre todo desarraigándola de los escenarios que ella consideraba más preciados para el cumplimiento de su misión evangelizadora: la educación, la salud y hasta el culto divino. Por otra parte, “la Iglesia reaccionó de una manera un tanto descompuesta. Le faltó serenidad y quizá también tiempo y sensibilidad, para ponderar debidamente la situación. No acertó a distinguir entre las diversas reivindicaciones del liberalismo… No fue capaz de separar la paja del grano, la cizaña del trigo, …, e incluyó la totalidad de la doctrina liberal en una única censura que no hizo justicia a la humanidad”[13]. Sólo el tiempo y el reconocimiento mutuo de las extralimitaciones y maximalismos insanos de lado y lado le permitiría a los protagonistas de esta tensión secular encontrar los caminos del entendimiento, pero eso no pasaría antes de que el siglo XX viera la luz de un nuevo amanecer. Mientras tanto, unos y otros tuvieron que conformarse con acuerdos parciales y a veces forzados por las circunstancias políticas, como es el caso de los concordatos de finales del siglo decimonónico.

3. El contexto español

Lo recorrido hasta ahora en materia de principios filosóficos del liberalismo y relaciones entre la Iglesia y el Estado permite entender mejor algunas de las actuaciones del obispo de Pasto, pero todavía no es suficiente; aún tenemos que adentrarnos en su ámbito específico de formación en suelo español. Durante casi toda su vida conoció una España que seguía siendo uno de los pocos reductos que le quedaban al absolutismo europeo. Cuando Ezequiel nació en 1848, estando en el poder la reina Isabel II, el país era regido por la constitución conservadora de 1845 y se había firmado un concordato entre el Estado y la Santa Sede. Cuando el joven Ezequiel cursaba sus estudios de teología en Marcilla se produjo la revolución de septiembre de 1868, liderada por progresistas de tinte masónico, la cual llevó al poder al rey Amadeo I. Inmediatamente se presentaron tensiones entre las diferentes corrientes para alcanzar el poder[14]: por una parte los alfonsinos, que eran partidarios del hijo de Isabel II; por otra parte, los carlistas, que lo eran de Carlos VII, nieto de Don Carlos, hermano de Fernando VII; y por otro lado los republicanos, que deseaban la República.

No es difícil darse cuenta de que a la edad de 20 años un joven está formando su temperamento y comienza a tomar posturas claras frente a la política, la religión y todo lo que tiene que ver con la cultura. Cuenta Martínez Cuesta que “en los claustros agustinos recoletos de Marcilla y Monteagudo se simpatizaba abiertamente con los carlistas y se aborrecía de cuanto sonara a liberalismo. Sus maestros más influyentes, Pío Mareca y Juan Gascón, estaban en relación con el carlismo, le inculcaron una gran reverencia al Papa y a cuantas directrices vinieran de Roma (ultramontanismo)”[15]. El carlismo se originó en las disputas por la sucesión al trono tras la muerte de Fernando VII. Quienes apoyaban a su hermano, Don Carlos, y sucesivamente a sus herederos, se dieron en llamar carlistas. Representaban a la España tradicional y católica; se oponían a los liberales que se inspiraban en la Revolución Francesa[16].



Tras la abdicación de Don Amadeo se proclamó la primera república española en 1873, cuando Ezequiel ya era sacerdote y se encontraba en Filipinas. Las sublevaciones de los carlistas fueron sofocadas, pero se impusieron nuevamente los alfonsinos, que lograron llevar al poder al hijo de Isabel II, Alfonso XII (1875-1885). Tras su muerte prematura heredó el trono su hijo Alfonso XIII; como era un bebé, ejerció el poder su madre, la reina María Cristina hasta 1902. Esto significa que Ezequiel prácticamente no conoció otra forma de gobierno en España que el monarquismo hasta el final de sus días. Apenas tuvo contacto con la “generación del 98”, un movimiento liberal de reacción contra lo tradicional, que se originó en los ambientes literarios de la península tras las revoluciones de Cuba y Filipinas en 1898. Su dedicación exclusiva a la atención pastoral de la diócesis de Pasto y el ambiente político y religioso de Colombia no le dieron tiempo de empaparse de las nuevas corrientes que se gestaban en la madre patria.

Además de lo anterior, no podemos pasar por encima de un hecho que marcó de manera decisiva su postura frente al liberalismo: las lecturas que nutrían su pensamiento. Durante el tiempo que ejerció el episcopado en Colombia solicitó de España la literatura con la que simpatizaba para tratar de mantenerse al tanto de las tendencias europeas, pero no se cuidó de procurar distintos puntos de vista, sino que todas ellas representaban la misma corriente conservadurista. Martínez Cuesta da noticias sobre los autores que leía[17]: El Siglo Futuro, órgano del integrismo de Ramón Nocedal; Félix Sardá y Salvany (1844-1926), autor de “El liberalismo es pecado”, célebre frase que el obispo de Pasto hizo colocar en el salón de sus funerales; Pedro Casas y Couto, censor de la política canovista; varios polemistas y el cardenal Luis E. Pie (1815-1880), obispo de Poitiers y líder de los intransigentes franceses.

Esto, más la lectura asidua y reverente de las encíclicas de Pío IX y León XIII, no podía dar otro resultado que una visión unilateral de las cosas, suavizada, eso sí, por su celo pastoral y caridad cristiana, pero incapaz de superar la visión integrista de sus maestros. Recordemos que el integrismo era un partido político español fundado a finales del siglo XIX por Ramón Nocedal, basado en la recusación de las libertades que forman la esencia del liberalismo. Sus elementos principales procedían del carlismo y estaban decididos, según palabras del propio Nocedal, a “restaurar el imperio absoluto de nuestra fe íntegra y pura, y a pelear con los partidos liberales, a quienes no yo, sino León XIII llama imitadores de Lucifer, hasta derribar y hacer astillas el árbol maldito”[18]. Esto no le permitió aceptar nunca a la mayoría de los eclesiásticos de la época que “la sociedad había dejado de ser íntegramente cristiana y, por más anatemas que se lanzaran contra el liberalismo, los estados no iban a dejar de aplicar sus principios. Con condenas la Iglesia no conseguiría más que autoaislarse y comprometer su misión en el mundo”[19].

4. Situación latinoamericana

Como de costumbre, las tendencias filosóficas, políticas y religiosas de Europa no tardaron en filtrarse a Latinoamérica por medio de los prohombres de nuestras incipientes naciones que viajaron al viejo continente para “ilustrarse”. En efecto, el liberalismo se coló rápidamente en las colonias españolas de América hasta engendrar movimientos revolucionarios en casi todos los países del centro y sur del nuevo continente. En el primer momento, tras las revueltas independentistas, las nuevas repúblicas se declararon confesionalmente católicas, pero quisieron heredar el patronato practicado en las antiguas colonias, hasta el punto de llegar a convertirse, como había sucedido en ultramar, en “gobiernos sacristanes” con injerencia en el nombramiento de obispos y la pretensión de legislar sobre asuntos de competencia exclusiva del fuero eclesiástico.

También en América el liberalismo maltrató y exilió a obispos y sacerdotes, extinguió el dominio de religiosos y monjas sobre sus propiedades y legisló sobre el divorcio y todos los ámbitos de la vida política y social, incluyendo la educación, la salud y, sobre todo, las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Fue muy difícil en Latinoamérica, como lo había sido en Europa, distinguir con claridad qué era conveniente y qué no de las relaciones entre los dos poderes temporales. “A medida que transcurre el siglo XIX el liberalismo, sobre todo ya organizado como partido, se va presentando con su carga de racionalismo y de indiferentismo religioso. Ejerce, por lo demás, admiración y atractivo en las minorías cultivadas en razón del mesianismo con que aparece revestido”[20]. No sucedió lo mismo con el pueblo raso, el cual no rompió con sus convicciones religiosas, sino que se mantuvo en su mayoría fiel a la autoridad eclesiástica. Ésta fue, quizá, una de las razones que más conmovió el corazón del santo del Alfaro y le movió a blandir la pluma para evitar que las tendencias de los dirigentes corrompieran el corazón fiel de sus súbditos.

La Iglesia latinoamericana experimenta dos períodos bien diferenciados. En la primera mitad del siglo XIX los católicos liberales, aquellos que simpatizaban con las nuevas ideas sin despotricar de su fe ni de la autoridad de la Iglesia, intentan volverla una marioneta para utilizarla en su propio beneficio. En la segunda mitad, ante la natural reacción de la Iglesia, comienzan las persecuciones de los anticatólicos con el fin de quitarle todo poder, hasta el extremo de extirparla de la faz de los pueblos. Estos tales, a los que todo lo que tenga que ver con el clero les huele mal, hacen alarde de sus ideas de orden y progreso sin negar para nada su talante positivista. Este fue el rasgo común de todas las burguesías iberoamericanas[21]: elitistas, urbanas y universitarias. Se respira a lo largo y ancho de América Hispana un sentimiento anticatólico entre los círculos liberales, alimentado por la aceptación de la Leyenda Negra y la hispanofobia de la Enciclopedia, según la cual “el origen de las desventuras de Hispanoamérica radica en su ancestro español y católico”[22]. Estas frases y muchas semejantes que tuvo que escuchar en repetidas ocasiones, debieron entrar como puñaladas en el corazón apostólico del obispo de Pasto.

La respuesta de la contraparte no pudo ser más obvia. Pronto, los que querían mantener parte del legado español se fueron identificando como conservadores, mientras los que propendían por una ruptura total se identificaron como liberales. Por supuesto que la Iglesia y el clero necesariamente se fueron alineando ideológicamente con los primeros, por cuanto eran perseguidos por los segundos. Nunca fue fácil distinguir dónde terminaba la filiación ideológica y comenzaba la militancia partidista. No eran un liberalismo y un conservatismo como los que conocemos ahora en pleno siglo XXI, en el que a duras penas se pueden distinguir los unos de los otros. No, entonces se trataba de dos orillas opuestas en el río de la historia donde era imposible tender puentes sin sacrificar los propios principios, según el punto de vista de los más intransigentes. Precisamente, A principios de 1897 el educador, político y publicista Carlos Martínez Silva publicó un artículo sobre la conciliación entre conservadores y liberales, titulado “Un puente sobre el abismo”, en el periódico Repertorio Colombiano de Bogotá[23]. En él exponía el argumento de que los liberales tenían derecho de participar en el gobierno, el cual era de hegemonía conservadora, pues sólo de esa manera se podía garantizar la convivencia pacífica, tras varios años de violencia revolucionaria encarnada en la Guerra de los Mil Días. Este libro daría mucho de qué hablar de lado y lado en un debate en el que participó san Ezequiel con la fogosidad que siempre le caracterizó.

Acercándonos aún más a la entraña de nuestro protagonista tenemos que tocar el caso concreto de las comunidades religiosas. Mientras Ezequiel viajaba por el Atlántico rumbo a Colombia seguramente pasaban por su mente de pastor y misionero las desgracias de sus hermanos de hábito y demás religiosos en tierras americanas a causa de la furia liberal, pues eran las grandes órdenes, incluida la agustiniana, y más concretamente la recolección, las que habían forjado el alma de estos pueblos; pero en pocos años el gran edificio de la fe católica comenzó a resquebrajarse y a hundirse. “La misma simbología que daba vida y sentido a la actividad social empieza a desaparecer: conventos que cambian de destino, abandonados, confiscados, destruidos; espléndidas iglesias que sin sus frailes dejan de tener aliento; cofradías y terceras órdenes que languidecen; fundaciones, obras de beneficencia, estudios, bibliotecas, devociones populares, tradiciones que van muriendo paulatinamente. Todos estos factores contribuyen a un despojo inmerecido de la buena sustancia del continente hispánico”[24].

En orden a una ponderación honesta de las circunstancias que motivaron el cierre de conventos y las leyes de desamortización de los bienes eclesiásticos por parte de los gobiernos liberales, hay que decir que la única causa de estas acciones no fue el espíritu anticlerical de tales gobiernos, sino también el estado interno de las comunidades religiosas, que adolecían de serios procesos de relajación. A manera de ejemplo, hablando del caso concreto de nuestro país, Cárdenas refiere que “en 1840 se produjo una revolución en el sur de Colombia cuando el gobierno (en lo que estaban de acuerdo el arzobispo de Bogotá y el obispo de Popayán) intentó suprimir los pequeños conventos. El pueblo se alzó creyendo que se trataba de una medida persecutoria. Aquellos conventillos no fueron, en definitiva, suprimidos, pero no mejoró la disciplina religiosa”[25]. Esto deja entrever que el pueblo no pocas veces fue sujeto de intervenciones antiliberales, fruto de una visión sesgada de la realidad, quizá promovida por sus dirigentes religiosos.

5. El escenario colombiano

Quedándonos ya en el caso concreto de Colombia, es el momento de ubicar el momento histórico y las circunstancias políticas y religiosas que acompañaron el ministerio apostólico de san Ezequiel y motivaron sus múltiples escritos. La recolección agustiniana, así como la mayor parte de las comunidades religiosas, había sido fruto de un progresivo arrinconamiento tras la asunción al poder del liberal radical Tomás Cipriano de Mosquera en la revolución de 1861, mediante la constitución liberalizante de 1863 y los decretos de tuición y desamortización, los cuales la despojaron de varios de sus conventos y sometieron a los religiosos al fuero civil, la secularización o el destierro. La provincia de la Candelaria casi se extinguió; solamente se mantuvo en pie por la perseverancia de un reducido grupo de religiosos, entre ellos el padre Nepomuceno Bustamante, quien, una vez aplacada la situación, emprendió viajes a España para pedir misioneros que hicieran posible su restauración.



Cuando los conservadores regresaron al poder, guiados por Rafael Núñez en 1885, se volvieron a crear las condiciones para el retorno de los religiosos: se redactó la constitución de 1886, que rigió los destinos de Colombia hasta 1991, y se firmó un concordato con la Santa Sede en 1887. En dicha constitución se declaraba textualmente que “La Religión Católica, Apostólica, Romana, es la de la Nación; los Poderes públicos la protegerán y harán que sea respetada como esencial elemento del orden social. Se entiende que la Iglesia Católica no es ni será oficial, y conservará su independencia”[26]. Como se ve, la nación se declara confesionalmente católica, la religión protegida por el Estado y la Iglesia independiente del mismo, es decir, no sometida a él. Cuando Ezequiel llegó a Colombia en 1888, dirigiendo la misión restauradora de la Provincia de la Candelaria, se encontró con una hegemonía conservadora en un país católico; es decir, el escenario propicio para ejercer su labor apostólica en las condiciones que se acomodaban a su pensamiento y formación, pero las cosas no eran tan fáciles como parecían: si bien los liberales durante el tiempo que vivió Ezequiel en Colombia, no llegaron a detentar el poder, nunca cejaron en su intento de conseguirlo, primero por vía de las armas en las revoluciones de 1895 (que fue sofocada en cuestión de meses) y 1899 (la guerra de los mil días), y después por vías diplomáticas mediante el instrumento de la Concordia Nacional. La primera guerra lo sorprendió en una correría pastoral por Casanare e incluso llegó a poner en riesgo su libertad y hasta su vida; allí tuvo su primer encuentro virulento con los revolucionarios liberales. La segunda guerra, más cruenta y prolongada, que sembró el suelo colombiano con más de cien mil cadáveres, le costó no pocas lágrimas y le movió a coger la pluma una y otra vez, ora para defender los intereses de los católicos, ora para animar a los soldados en el campo de batalla, ora para condenar los atropellos de los liberales, y sobre todo la injerencia indebida del gobierno del Ecuador.

6. La diócesis de Pasto

Llegados a este punto, tenemos que hacer una aproximación final al escenario específico en el que se desenvolvió la actividad pastoral y literaria de san Ezequiel: la diócesis de Pasto. A la luz de la situación actual cuesta mucho comprender el porqué de la intensidad con que el obispo desgastó sus energías en la polémica antiliberal, si su ciudad y su grey formaban parte de la periferia del país y no deberían tener mayor resonancia en el concierto nacional, pero la situación era muy otra.

En primer lugar, Pasto no era una ciudad tan pequeña ni tan marginal; de hecho, “en 1896, año de la llegada del señor Moreno, Pasto ocupaba el tercer lugar entre las ciudades de Colombia, tanto por el número de habitantes como por el movimiento comercial”[27]. Según cálculos aproximados Bogotá tenía 100 mil habitantes, Medellín 40 mil y Pasto 25 mil. Por lo tanto, jugaba un papel importante, especialmente en el terreno político (votos) y religioso, pues sus gentes se caracterizaban por la profunda religiosidad de sus ancestros católicos; también en lo económico, ya que, como confirma Álvarez, Pasto “es una importante ciudad que, privada de vías de comunicación y alejada del resto de la República, ha logrado a fuerza de trabajo y energía conquistarse el tercer puesto en el país por su población, por sus edificios y por sus adelantos y variadas industrias manufactureras”[28].

Según otra fuente consultada, Pasto ocupaba el cuarto lugar en el país, por encima de ciudades mucho mayores actualmente, tales como Cali, Cúcuta o Cartagena:

Ciudad No. de Habitantes

1 Bogotá 78.000
2 Medellín 30.000
3 Barranquilla 25.000
4 Pasto 20.000
4 Bucaramanga 20.000
5 Cali 18.000
6 Cúcuta 12.000
7 Cartagena 12.000

Fuente: VERGARA Y VELASCO, J. F. Nueva Geografía de Colombia, Imprenta de Vapor, 1901, Págs. 862 y 863. (www.sictol.com.co/archivos/doc_dem_3.pdf)


En segundo lugar, y esto es lo más importante, Pasto era prácticamente una ciudad fronteriza que colindaba por el sur con la vecina república del Ecuador, donde desde 1895 detentaba el poder el presidente liberal radical Eloy Alfaro, quien ya había emprendido una labor persecutoria contra la Iglesia de su país. Era un secreto a gritos que este gobierno apoyaba a los revolucionarios liberales colombianos para expandir su influencia hasta nuestro país. También lo hacía la prensa liberal ecuatoriana, cuyas publicaciones inundaban la diócesis pastopolitana, que tenía quizás la mayor extensión de diócesis alguna en toda la república, pues iba desde el río Mayo hasta el Carchi, y desde el Caquetá hasta el Pacífico. Limitaba con Ecuador, Perú y Brasil[29]. Aún hay más, “desde 1545, es decir, durante doscientos noventa años Pasto estuvo agregada a la Diócesis de Quito. En 1835 se estableció el obispado de Pasto como auxiliar del de Popayán, y sólo hasta el 4 de abril de 1859 fue erigida en diócesis independiente”[30].

Lo anterior significa que la porción de la república que estaba bajo el cuidado pastoral del señor Moreno, no solamente era una de las más extensas jurisdicciones eclesiásticas de Colombia, sino que además tenía profundos nexos históricos con el país del sur. De ahí que lo que pasaba allá necesariamente repercutía aquí, y una vez afianzada la revolución liberal allá, Pasto se convirtió en una especie de dique que tenía la obligación de contener sus ambiciones expansionistas, o por lo menos su injerencia en la mente y el corazón del pueblo raso colombiano. Ezequiel siempre lo vio así y no dudó en poner el bien de sus fieles por encima de consideraciones exclusivamente territoriales. Tal es el caso del colegio de Tulcán (Ecuador), donde ejercía como rector el señor Rosendo Mora, simpatizante de los principios liberales, al cual asistían muchos niños pastusos. Ezequiel se vio enfrascado en una controversia con el obispo de Ibarra, diócesis a la que pertenecía el colegio, por supuestamente invadir su jurisdicción al prohibir a los padres de familia matricular a sus hijos en aquel plantel, pero lo que realmente interesaba al obispo de Pasto era proteger la sana doctrina de sus súbditos.

Finalmente, hay que decir que Ezequiel Moreno, estando al frente de la diócesis de Pasto hacia 1899, acogió los pronunciamientos del primer concilio plenario latinoamericano, celebrado en Roma, como una ratificación del magisterio pontificio y de sus propias convicciones en torno al liberalismo. No participó en el concilio pese a que se encontraba en Roma cuando fue convocado, precisamente presentando la documentación que le daría la razón sobre el asunto del colegio de Tulcán. El afán por regresar a su diócesis y el mucho tiempo que había estado ya en Roma, le instaron a declinar su participación en el sínodo, pero es seguro que tomó como propia la doctrina según la cual “el concilio rechaza el estatuto patronalista de los gobiernos y pide otro tipo de relaciones entre Iglesia y Estado, como lo proponía la encíclica Libertas de León XIII”[31]. El concilió también condenó el liberalismo, el ateísmo y demás formas de relativismo y positivismo, basado en las encíclicas de León XIII y el Syllabus de Pío IX.

7. La actuación de san Ezequiel

Como indicamos en la introducción, no es el objetivo de este trabajo hacer una valoración de la actitud de san Ezequiel ante el liberalismo en Colombia, eso le queda al lector; pero sí, mostrar el engranaje de circunstancias y condicionamientos que incidieron sobre su postura política y religiosa, con el fin de que el lector tenga suficientes elementos para una ponderación equilibrada y justa del asunto. Por eso, a manera de conclusión y siguiendo de cerca a Ángel Martínez Cuesta, nos limitaremos a dar aquí unas puntadas sobre la actitud del obispo de Pasto ante las circunstancias concretas que tuvo que afrontar en relación con el liberalismo. Lo primero que debemos decir es que, aunque todo hombre es en gran medida fruto de su cultura, no se puede negar el margen de libertad que prevalece en sus actuaciones concretas; es decir, la cultura condiciona, pero no determina a las personas. Por lo tanto, cualquier juicio, positivo o negativo, que se haga sobre sus actos, debe considerar la compleja red de relaciones y circunstancias que le acompañaron, sin dejar de lado el grado de responsabilidad que en justicia le compete.

Hemos visto en el caso de san Ezequiel que su infancia, formación, contexto histórico e influencias de todo tipo convergieron hacia una postura religiosa ante la vida, basada en el reconocimiento del señorío y soberanía de Dios sobre el hombre y el mundo. De ahí que la doctrina contraria, antropocéntrica e individualista, o sea el liberalismo, le resultó siempre repulsiva e inaceptable, pero no por eso careció de elementos para dar un viraje a su horizonte de comprensión. De hecho, otros que tuvieron un marco histórico semejante lo hicieron, como veremos más adelante en el caso de su hermano de hábito, monseñor Nicolás Casas.

Su interpretación del magisterio eclesial, fue siempre demasiado fiel a la letra e incluso al espíritu de los pontífices, pero no alcanzó a vislumbrar los matices que se dibujaban entre líneas, los cuales intentaban interpretar los signos de los nuevos tiempos y enrumbar la Iglesia hacia la modernidad. Por ejemplo, cuando León XIII hacía concesiones a los liberales en situaciones concretas de algunos países en Europa, quizá lo hacía sólo por razones tácticas, para evitarle mayores dolores a la Iglesia – así lo percibió el obispo de Pasto – pero quizá también aprovechaba la ocasión para dar un nuevo giro a su política sin traumatismos para la misma Iglesia. Por eso dice Martínez Cuesta que “san Ezequiel no llegó a captar el nuevo clima que León XIII intentó crear en la Iglesia. No se percató de que el papa estaba abandonando el tono de cruzada de sus predecesores y, aunque tímidamente, se aprestaba a encaminar a la Iglesia por la senda del diálogo con el mundo moderno”[32].

Lo anterior no quiere decir que Ezequiel fuera un hombre cerrado a toda forma de progreso y renovación; al contrario, en sus escritos se puede descubrir fácilmente un aire de admiración por la obra civilizadora de la Iglesia. Lo que pasa es que él estaba convencido de la posibilidad de una sociedad íntegramente cristiana; nunca dudó, siguiendo a san Agustín, que el cristianismo vivido radicalmente podría garantizar el orden y la paz en el mundo. El obispo de Hipona entendía este orden como la sumisión del hombre a Dios y el sometimiento del mundo por parte del hombre[33], pero resulta que ante los ojos del señor Moreno el liberalismo era precisamente la trasgresión de ese orden, pues le usurpaba a Dios la supremacía sobre las realidades temporales, como la sociedad, la familia y la persona.

“En el fondo la actitud de san Ezequiel no dejaba de responder al pensamiento genuino del papa. León XIII seguía condenando el liberalismo y censurando la colaboración de los católicos con el mundo liberal”[34]. La cuestión fundamental no se debatía en el campo de las ideas sino de los actos concretos de la vida cotidiana. Esa delgada frontera entre las ideologías y su aplicación práctica en la vida del hombre fue la que Ezequiel tal vez no discernió con suficiente claridad, no por falta de disposición personal, sino por exceso de celo apostólico. Él se sentía responsable (y lo era) por la salvación del rebaño que le había sido encomendado y su conciencia (nada laxa) le impedía ceder terreno en cualquier cosa que tuviera que ver con los derechos de Jesucristo sobre la tierra y el reconocimiento de esa gran verdad por parte de su pueblo. Por eso se hizo famosa la frase que escribió en su vigésima carta pastoral en la Diócesis de Pasto, más con el corazón de pastor que con la mente de escritor: “Me repugna batallar cuando puedo ceder sin faltar a mi conciencia, y sólo lucho cuando un deber de justicia o caridad me obliga”[35].

Algo que no podemos dejar pasar por alto es que sus escritos contra el liberalismo no responden a un plan sistemático, sino que responden a las situaciones coyunturales que tuvo que afrontar, la mayoría de ellas al frente de la diócesis de Pasto, las cuales exigían una intervención suya por el peligro que representaban para la fe de sus diocesanos. Así, por ejemplo, le encontramos escribiendo en 1896 con motivo de la expulsión de Pedro Schumacher, obispo de Portoviejo en Ecuador; en varias ocasiones condenando los errores de las publicaciones liberales: La Voz Evangélica en 1896, El Eco Liberal en 1899 y Mefistófeles en 1904; en más de una oportunidad a raíz de sacrilegios contra la Eucaristía en diferentes pueblos; una de sus obras principales fue una réplica punto por punto contra una carta del presbítero Baltasar Vélez, quien aplaudía la actitud conciliadora entre el liberalismo y el partido conservador; y, por supuesto, la controversia con el obispo Casas, también agustino recoleto.

Sobre esta última hay que reconocer que constituyó un evento doloroso para ambos obispos, pues no solamente eran hermanos de hábito y hermanos en el episcopado, sino que además eran coterráneos y el señor Casas había reemplazado al obispo Moreno al frente de la Provincia de la Candelaria y luego al frente del Vicariato Apostólico de Casanare. La discrepancia surgió a raíz de la publicación de un libro titulado Enseñanzas de la Iglesia sobre el liberalismo, en el que el obispo Casas daba instrucciones prácticas a los sacerdotes sobre el modo de proceder con los liberales en el púlpito y el confesionario. Ezequiel advierte una especie de laxismo y concesiones prácticas hechas a los liberales, que amenazan con echar por tierra todo lo que ha edificado contra ese error moderno en su territorio. De inmediato dirige a todos sus fieles unas Instrucciones sobre el mismo tema en las que alaba la exposición del obispo Casas en la parte teórica, pero lamenta los errores en los que considera que incurre al abordar la cuestión práctica.

En esta controversia descubrimos a dos hombres buenos, fieles al Magisterio de la Iglesia ambos, contemporáneos y paisanos, que han pisado los mismos claustros y recibido similar formación, que han compartido una época y un ministerio, que pisan el mismo suelo colombiano, la misma realidad sociopolítica, que se encuentran frente al mismo liberalismo; pero que, a la vez, tienen una postura diversa frente a un mismo tema. Eso demuestra una vez más que el ser humano nunca está totalmente determinado por su ambiente y que la verdad es más un camino que una meta; un camino que hay que hacer de la mano de la caridad. Es cierto que ambos obispos tenían mucho en común, pero la experiencia pastoral y el acervo cultural le enseñó a cada uno aspectos muy específicos y propios de la misma realidad. No olvidemos - digámoslo una vez más - que el señor Moreno vivió lo más duro de su enconada lucha contra el liberalismo en el sur de Colombia, a 30 jornadas a lomo de mula de la capital, y muy cerca, en cambio, del tenaz vecino revolucionario. Su comprensión del problema no la podemos valorar a la ligera, y de lo que nunca podemos dudar es de la caridad cristiana y honestidad pastoral que acompañó su intransigencia en lo doctrinal.



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Bibliografía

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MINGUELLA, Toribio. Cartas pastorales, circulares y otros escritos. Imprenta de la Hija de Gómez Fuentenebro, Madrid, 1908.
Http://es.wikipedia.org/wiki/Liberalismo.
Http://enciclopediacatolica.com/u/ultramonta.htm.


Notas



[1] Http://es.wikipedia.org/wiki/Liberalismo. Consultado el 12 de agosto de 2006.
[2] MARTÍNEZ CUESTA, Ángel. San Ezequiel ante la cultura de su tiempo. En: “El santo de Alfaro. Simposio sobre san Ezequiel Moreno”. Alfaro, 29 de septiembre – 1 de octubre de 1994. Roma, 1994. 98.
[3] MARTÍNEZ CUESTA. Ibid. 97.
[4] CÁRDENAS, Eduardo. América Latina: La Iglesia en el siglo liberal. CEJA, Bogotá, 1996. 38.
[5] Cf. Ibid. 40.
[6] Cf. PATIÑO, José Uriel. Historia de la Iglesia. Tomo III. La barca de Pedro frente a las tempestades ideológicas: del enfrentamiento al diálogo. Siglos XVI-XX. San Pablo, Bogotá, 2004. 153.
[7] Http://enciclopediacatolica.com/u/ultramonta.htm. Consultado el 12 de agosto de 2006.
[8] REDONDO, Gonzalo y COMELLAS, José Luis. Historia Universal. Tomo XI: de las revoluciones al liberalismo. EUNSA, Pamplona, 1984. 497.
[9] Cf. PATIÑO. Op. Cit. 235-236.
[10] DENZINGER, Heinrich y HUNERMANN, Peter. El Magisterio de la Iglesia. Herder, Barcelona, 1999. # 2980. 761.
[11] MINGUELLA, Toribio. Cartas pastorales, circulares y otros escritos. Imprenta de la Hija de Gómez Fuentenebro, Madrid, 1908. 137.
[12] MARTÍNEZ CUESTA. Op.Cit. 107.
[13] Ibid. 100.
[14] ENCICLOPEDIA FORMATIVA MARIN. Volumen 8: El mundo de la cultura. Marín, Barcelona, 1975. 95.
[15] MARTÍNEZ CUESTA. Op. Cit. 107.
[16] Cf. GRAN DICCIONARIO ENCICLOPÉDICO UNIVERSAL. Tomo I. Prolibros, Bogotá, (1987)3. 270.
[17] Cf. MARTÍNEZ CUESTA. Op. Cit. 107.
[18] ENCICLOPEDIA UNIVERSAL ILUSTRADA ESPASA. Tomo XXVIII. Segunda parte. Barcelona, 1926. 1776.
[19] MARTÍNEZ CUESTA. Op. Cit. 102.
[20] CÁRDENAS. Op. Cit. 45.
[21] Cf. Ibid. 62.
[22] Ibid. 38.
[23] Cf. MARTÍNEZ CUESTA, Ángel. Beato Ezequiel Moreno. El camino del deber. STMD, Roma, 1975. 491.
[24] CÁRDENAS. Op. Cit. 125.
[25] Ibid. 128.
[26] CONSTITUCIÓN POLÍTICA DE COLOMBIA, 1886, Artículo 38.
[27] ÁLVAREZ, Jaime. Ezequiel Moreno Díaz. El obispo de Pasto. Biblioteca Popular Nariñense, Pasto, 1975. 79.
[28] Ibid. 80.
[29] Cf. Ibid. 90.
[30] Ibid. 89.
[31] CÁRDENAS. Op. Cit. 168.
[32] MARTÍNEZ CUESTA, Ángel. San Ezequiel ante la cultura de su tiempo. Ibid. 109.
[33] Cf. Exposición de la Carta a los Gálatas 20; Tratados sobre la primera carta de San Juan 8,7.
[34] Ibid. 108.
[35] MINGUELLA. Op. Cit. 574.