viernes, junio 27, 2008

Moral relacional: de los principios a la praxis






En materia de moral relacional (sexual y matrimonial), como en todo el ámbito de la moral, la lectura atenta de los expertos, de los manuales y tratados suele dejarle a uno la sensación de ambigüedad: a veces parece que hay un abismo entre la disquisición teórica y la aplicación práctica, esto es, entre los principios y la praxis. Los principios están claros, bien fundamentados bíblica y teológicamente y no son negociables; no cambian con el tiempo ni están sujetos a relativismos o subjetivismos. Generalmente estamos de acuerdo con ellos. La aplicación práctica, en cambio, suscita una serie de interrogantes porque, en el momento de aplicar los principios, se tropieza con la realidad desbordante de la persona humana, sus circunstancias específicas, su historia de vida, sus condicionamientos morales y un sinnúmero de matices en torno a sus actos, actitudes y comportamientos. Al final de cuentas, queda uno con la impresión de que nadie sino uno mismo tiene que tomar la postura frente a las situaciones concretas que se le presenten en su actividad pastoral.

En moral relacional, por ejemplo, es claro y así es defendido por el Magisterio de la Iglesia el principio de la doble dimensión unitiva y procreativa del matrimonio y del acto sexual dentro del mismo. No es muy difícil estar de acuerdo en que la unión conyugal debe buscar la comunión dentro de la pareja, que sean “una misma carne”, así como estar abierta a la vida y propender por la generación de la prole. No obstante, en la práctica se encuentra uno a veces con circunstancias que hacen casi imposible atender este principio sin sacrificar otros aspectos también importantes de la vida humana. Es el caso de los factores socioeconómicos. Hay parejas que tienen más hijos de los que pueden sostener, pero no pueden acceder a mecanismos anticonceptivos artificiales, porque son moralmente inaceptables y los mecanismos naturales pueden fallar. En este caso se estaría privilegiando lo procreativo sobre lo unitivo, cuando resulta que la unión conyugal y el disfrute sexual es totalmente lícito y forma parte de la vida matrimonial.

Ejemplos similares se podrían citar en el caso de las relaciones prematrimoniales, la homosexualidad o la masturbación. En cuanto al primero, es evidente que lo ideal es que la donación total del propio ser se dé dentro del matrimonio, cuando haya una compenetración no sólo física, sino también psíquica y espiritual de la pareja, cuando haya un proyecto de vida común y un deseo recíproco de fidelidad y exclusividad en la relación. Pero a veces, por las razones que sea, existen todas estas condiciones naturales, pero no la decisión de establecer el acto sacramental y jurídico. ¿Hay, entonces que privilegiar lo jurídico sobre lo natural, si aquello es una normatividad impuesta y esto un convencimiento íntimo de las personas? ¿A una mujer a la que su marido la maltrataba permanentemente, hay que negarle la posibilidad de ejercer su capacidad de amar lícitamente con otro hombre que realmente la ame y la respete, aunque ya no pueda casarse con ella?

Repito, los principios son claros y válidos, y estamos de acuerdo con ellos, pero da la impresión de que están formulados para un mundo ideal; y el mundo real con frecuencia desborda la aplicabilidad de esos principios. Es entonces cuando se encuentra uno en la disyuntiva entre la objetividad y la subjetividad de la moral. Entre el rigorismo de la ley y la liberta humana. San Alfonso María de Ligorio marcó un punto de inflexión en el dinamismo de la moral cristiana cuando formuló este postulado: “ante el rigorismo de la ley, benignidad pastoral”. También en este principio estamos de acuerdo, pero tampoco es fácil de aplicar, porque se corre el riesgo de deslizarse al extremo del relativismo moral, la conciencia laxa o la moralidad acomodaticia. En definitiva, los autores consultados hacen aportes valiosos y proporcionan elementos equilibrados de discernimiento, pero no se comprometen con posturas decididas, sino que, con mucho de elocuencia y algo de sofistas, se mantienen por el camino de en medio y lo dejan a uno “solo” en el confesionario o en el locutorio. ¡Que Dios nos ayude para ser jueces prudentes y médicos sabios, pero sobre todo ministros fieles al evangelio y profundamente humanos!