viernes, abril 26, 2013

Vida consagrada y crisis de fe


 
 
La crisis de fe que vive el mundo y que motivó al Papa Benedicto XVI a convocar un Año de la Fe, tiene mucho que ver con la transvaloración de los valores humanos producida por la secularización de la sociedad moderna. La reacción renacentista contra el teocentrismo e integrismo religioso que caracterizó la llamada Edad Media produjo un efecto de péndulo que terminó por conducir a la sociedad humana hacia un humanismo recalcitrante – no  menos recalcitrante que el teísmo que le precedió –, y que conocemos como modernidad. En su búsqueda de equilibrio el péndulo deberá encontrar su centro de gravedad y es ahí donde todas las dimensiones de la realidad y todas las áreas del conocimiento deben tener la capacidad de confluir para proyectar al ser humano hacia su realización definitiva. Las ciencias del espíritu no pueden ser ajenas a este compromiso y el consagrado tiene un papel importante que jugar.


Afirma Benedicto XVI en la carta apostólica Porta Fidei con la que convocó el año de la fe que “con frecuencia los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común” (PF 2). Hay síntomas inequívocos de que al consagrado en particular le está pasando lo mismo. La fe se le está convirtiendo en un presupuesto obvio, tan obvio que se vuelve implícito; tan implícito que no se hace visible; tan invisible que tal vez se está diluyendo del todo sin darse cuenta. No que no profese intelectualmente las verdades de la fe; no que no reconozca la existencia del Ser supremo; no que no celebre los actos litúrgicos o ponga en duda la veracidad de la historia sagrada. Pero la fe como adhesión plena y definitiva a la persona de Jesucristo, el Señor; la fe como adhesión existencial al misterio pascual que colma de la misericordia divina y empuja a dejarlo todo para no perder ni por un instante contacto con la fuente de la vida, esa fe que sin obras está muerta (St 2,17), parece estar cediendo su lugar de privilegio a los compromisos sociales, culturales y políticos.


En efecto, continúa el Papa, “existe una unidad profunda entre el acto con el que se cree y los contenidos a los que prestamos nuestro asentimiento” (PF 10). Esa unidad, que está garantizada por el Espíritu, es amenazada continuamente por las seducciones del “dia-bolos”, seducciones a las que el consagrado no es ajeno en medio de esta sociedad globalizada, hedonista y consumista. Si su corazón está dividido, tal vez la fe que confiesa está realmente diluida, porque “con el corazón se cree y con los labios se profesa” (Rm 10,10). Del mismo modo en que el médico, por brillante que sea, no puede salvarse a sí mismo de la muerte; y a veces los psicólogos no son capaces de orientar ellos mismos su propia “psique”, porque su conocimiento no tiene necesariamente una vinculación existencial, transformadora e integradora, así tampoco el consagrado con la sola identificación de fe tiene esperanza de salvación si su corazón, auténtico sagrario de la persona, no está abierto por la gracia que permite tener ojos para mirar en profundidad y comprender que lo que se le ha anunciado y él mismo anuncia es la Palabra de Dios (Cf. PF 10).


Las constituciones de la Orden de Agustinos Recoletos, citando a san Agustín, subrayan que “la vida consagrada es la proclamación visible de la supremacía de los valores espirituales y trascendentes por la renuncia a ciertas realidades legítimas, pero esencialmente ligadas a la condición terrestre” (Const. 34). Con esta afirmación debería ser suficientemente claro que, si bien el efecto de péndulo afecta también a la vida consagrada en cuanto que la “desespiritualiza” al llevarla al extremo de una inserción profunda en las realidades humanas terrenales, al buscar su centro de gravedad debe conducir sin violencia al consagrado a la renuncia de lo que le resulta legítimo por su naturaleza, pero nocivo por su vocación. Claro, suponiendo que lo obvio deje de ser obvio y sea objeto de continua revisión y revitalización: el sentido sobrenatural de su consagración.  El gran peligro de la vida consagrada a lo largo de la historia de la Iglesia no ha sido el pecado de Pedro (Jn 18,25-27), sino el de Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo (Mc 10,35-37). La mayor amenaza que se ha cernido sobre el proyecto de Dios no es la negación por temor, sino la afirmación por ambición, que terminaría conduciendo a una vida religiosa y sacerdotal insuflada de ateísmo práctico.


En este sentido, los que hemos heredado el patrimonio espiritual de san Agustín tenemos un referente generoso en experiencia de humanidad, de debilidad y bajeza; pero, sobre todo, de honestidad. Agustín sabía muy bien lo que era y lo que no era; y sus respuestas en cada etapa de la vida fueron consistentes. Heredó una fe sencilla pero firme que le suscitaba más preguntas de las que respondía para una mente abierta e inquieta. Amó las realidades terrenales en tanto en cuanto satisfacían sus necesidades naturales. Desechó las mismas Escrituras mientras no las entendió. Pero cuando sus ojos fueron abiertos a las realidades sobrenaturales, como los de san Pablo (Hc 9,18), su corazón se liberó verdaderamente de las cadenas que lo retenían y se abrió a la acción de la gracia, dejó atrás al hombre viejo y comenzó a ser definitivamente un hombre después de Cristo. Conversión, bautismo, consagración. Esa es la experiencia de Agustín, un hombre que naturalmente nunca habría abrazado el camino de la cruz. Si el consagrado quiere en verdad ser respuesta para la crisis de fe del mundo, urge que siga el ejemplo de Pablo y Agustín – y por qué no el de Benedicto XVI, porque un ciego no puede guiar a otro ciego.